Bien, como tantas otras veces cuando había invitados, estábamos sentados todavía un rato a la mesa después de haber comido. No para hablar, sólo porque sí. Los hombres — que eran mi padre, mi abuelo y mi tío — fumaban. Las mujeres — que eran mi madrastra, mi abuela y mi tía — recogían con las yemas de los dedos las migas de pan y los granos de azúcar esparcidos sobre la mesa y los chupaban. Yo también, puesto que era una chica. A mi hermano no le dejaban fumar, porque sólo era un chico, no un hombre. Jugaba con las hormigas, que paseaban entre nosotros, de un codo a otro.
Entonces mi tío miró el reloj y dijo: «Creo que deberíamos empezar con las cartas». Jugaban con cien granos de maíz y, cuando se los habían jugado todos, con dinero. Mi tío se sacó su saquito con los granos de maíz del bolsillo. Mi abuelo se dirigió a su armario y cogió su cajita de latón. La agitó y sonaron unos chasquidos. Mi padre abrió con su navaja la escalera. La apoyó contra la pared del cuarto, se puso el sombrero y subió hasta el último peldaño. Miró por encima del tejado. «A ver si hoy gano», dijo. Mi hermano se echó a llorar.
Herta Müller (Timis, Rumania, 1953). Hija de granjeros, su padre sirvió durante la II Guerra Mundial en las Waffen-SS y su madre fue deportada a la Unión Soviética en 1945 pasando cinco años en un campo de trabajo en Ucrania. Cursó estudios de filología germánica y rumana en la Universidad del Oeste de Timisoara de 1973 a 1976. Trabajó como traductora entre 1977 y 1979. El 8 de octubre del 2009 fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura, como reconocimiento a su capacidad para describir con la concentración de la poesía y la franqueza de la prosa, el paisaje de los desposeídos.
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