Cuando me invitaron a escribir una columna para la Revista Philos, de inmediato tuve la certeza de cuál sería mi texto inaugural. Cuando he intentado desnudar la escurridiza pregunta del ¿para qué escribo?, una nostalgia suave me mece por las trincheras de la inutilidad. No escribo con un fin, lo sé, pero creo que ese acto paradójico de inutilidad ha tramado los hilos invisibles para atisbar algunas posibles respuestas, incompletas por supuesto, pero que de alguna manera me han ayudado a comprender mis motivaciones y a intuir las consecuencias que la poesía ha tenido sobre mí.
La poesía no sirve para nada, pero ahora, tras la culminación de Los derrumbes (mi segundo poemario), ciertas “verdades” pobres pero luminosas han despejado un poco la bruma sigilosa ante el espejo al que me enfrento. ¿Qué pasaría si no hubiese escrito Los derrumbes? ¿Sería la misma? Marguerite Duras confiesa en su libro Escribir (2000): “Si no hubiera escrito me habría convertido en una incurable del alcohol”. Yo solo sé que si no escribiera quedaría presa de mí en una habitación sin fondo, sin acceso a la superficie. Escribir es subir a la superficie para encontrar las palabras que nombren lo que ha sido visto. Escribir es tomar una larga bocanada de aire para volver a descender, quién sabe por cuánto tiempo.
Siempre desestimé aquella idea de la poesía como salvación, especialmente porque en los momentos más angustiantes, más tristes, más rabiosos, lo menos que he querido o necesitado ha sido escribir. Escribir es domar el lenguaje, la ansiedad, el ego, la máscara. Escribir es esperar, es contemplar lo informe hasta encontrar la imagen, a partir de la cual teclear se hace imperativo. Pero esa urgencia viene después, antes es un acto de paciencia, de lectura. No me salva pero me ayuda a enfrentarme no solo con mis propios acertijos, sino también con los acertijos que la realidad del otro hilvana con los míos.

Escribir es domar el lenguaje, la ansiedad, el ego, la máscara.

Hay un verso de la poeta venezolana Eleonora Requena que, desde la primera lectura, tuvo una poderosa resonancia en mí: “los textos son admoniciones, con sus pequeñas claves y señales para el futuro, / cuando ya no sirven para nada los leemos nuevamente / y nos apuntan con su dedo te lo dije”. La poesía es premonitoria, no de hechos externos o acontecimientos del mundo, es premonitoria del propio pensamiento, o mejor dicho, le pone rostro a un oleaje informe, que al menos a mí se me hace casi imposible leer con claridad fuera de la poesía. Predice porque, sin saberlo, ofrece claves, que son desentrañadas tallando el lenguaje, domándolo, trabajándolo. El poema nombra, antes de nosotros saberlo, los pensamientos ante los cuales quedamos abismados, inválidos, desasistidos, sordos y ciegos. El poema ordena e incluso es posible que nunca hubiese ordenado mis ideas en torno a la escritura sin la exigencia que me impuse para esta primera entrega, pues escribir es comprender.
Cuando escribo y siento que estoy al borde de una verdad mía, me angustio y me excito al mismo tiempo. Sea bueno o malo lo que escribo, sé que a través de la poesía estoy ordenando mi mundo o desordenándolo ¿por qué no? En todo caso, a través de ella otorgo sentido en medio del caos de signos que aletean sin parar ante mis ojos.
Pudiese no escribir, naturalmente, pero escribo, a mi ritmo, paso a paso, con desconcierto y a veces con ira.
No todo lo que escribo habla de mí, aunque siempre se cuelan mis aullidos. También escribo para encontrar en el otro lo común, lo que nos hace reunirnos bajo el mismo cielo, alrededor del mismo vacío.
Escribo porque no sé de qué otro modo explicarme. Escribo para intentar encontrar las palabras precisas, aunque siempre sienta que estoy muy lejos de ello, incluso ahora. En todo caso, creo que el siguiente poema, que escribí en 2015, se acerque quizás a una posible respuesta.

Vine a perder

Vuelvo sobre la misma grieta como una máquina destartalada.
Vuelvo sobre el mismo error,
sobre la misma cacería de blancos espejos.
Vuelvo, aun sabiendo que la palabra me es sensualmente inútil,
aun sabiendo que no daré nunca con ningún maldito clavo
sabiendo que nada podré decir
sobre los lobos ahogados en la carroña de mi tedio.
Vine con el poema
-ciegamente-
a perder.


Diana Moncada (Caracas, Venezuela, 1989). Poeta y periodista cultural. Autora del poemario Cuerpo crepuscular, que resultó ganador en el Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila en el 2013. Prologuista del libro Al filo de Miyó Vestrini, del sello editorial independiente Letra Muerta. Colaborada de la Revista Poesía de la Universidad de Carabobo. Ha participado como investigadora en el proyecto Muestra de Valoración del Patrimonio Teatral Venezolano. Recientemente ganó mención publicación en el I Concurso Nacional Rafael Cadenas de poesía Joven. Ha ejercido el periodismo cultural en diversas publicaciones venezolanas como El Universal, Contrapunto y Correo del Orinoco, especialmente en las fuentes de literatura, artes visuales y artes escénicas.

Publicado por:Diana Moncada

Poeta y periodista cultural (Caracas, Venezuela 1989). Autora del poemario Cuerpo crepuscular (2015) que resultó ganador del Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila en el 2013. Prologuista del libro Al filo Entrevistas de Miyó Vestrini de la editorial independiente Letra Muerta. Columnista en la revista brasileña Philos y administradora del blog Antología de la conmoción. Su trabajo periodístico ha sido publicado en las secciones culturales de varios medios de comunicación venezolanos como El Universal y Contrapunto. Poemas suyos han aparecido en la Revista Poesía de la Universidad de Carabobo, Revista Insilo, Círculo de poesía y otras publicaciones. Actualmente vive en Lima.

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