Keylor Navas jugó de negro
El primer tiempo de la final de la Champions League, entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid, en Milán, estaba llegando a su fin y la participación del portero Keylor Navas había sido casi nula. En resumen, fueron dieciséis toques de balón y sólo una atajada fácil, a un disparo lejano lanzado por Fernando Torres, a los 31 minutos. Siete veces rechazó balones retrasadas por los defensas – cuatro por Ramos y tres por Pepe -, otras ocho cobró saques de meta. A los 12 minutos apareció en close up, golpeando un guante contra el otro y apuntando hacia la izquierda, probablemente en dirección al lateral Marcelo. En una única ocasión, a los 29 minutos, salió de la portería para interceptar un centro, pero la pelota iba demasiado alta y se perdió por la línea de fondo. El primer tiempo terminó 1 a 0 a favor del Real Madrid, gol de Ramos a los 28 minutos, y hasta ahí Navas tuvo muy poco trabajo. Mejor para mí.
Yo estaba en el sexto piso del Hilton Garden Inn, en el centro de San José, capital de Costa Rica. Era un hotel tipo ejecutivo, estándar internacional, con cuartos amplios y funcionales: cama grande, cuatro almohadas, baño con regadera a presión, una mesa para colocar la computadora, un sillón de cuero sintético color marrón, lámparas en las paredes, la televisión en la que yo veía el partido. La ventana daba a los tejados de las casas más bajas, la parte trasera de otros dos edificios altos, un pedazo del techo dentado del Estadio Nacional – lo que, otra vez, era mejor para mí. Era mejor que no tuviera distracciones.
Durante el medio tiempo, sonó el teléfono. Era el representante del laboratorio que me estaba acompañando al evento. Se hospedaba en el mismo piso que yo, pero evitaba buscarme personalmente y prefería el contacto telefónico. Era la tercera vez que me llamaba aquella tarde, pero yo no lo consideraba impertinente, simplemente estaba haciendo el trabajo que tenía que hacer. Primero me preguntó cómo estaba, después me preguntó qué me estaba pareciendo el partido y, finalmente, dijo que el evento comenzaría en tres horas y quince minutos. Tres horas y trece minutos, lo corregí. De eso me acuerdo bien.
Yo siempre me acuerdo bien. De todo. De las horas, de los minutos, de las cosas que uso, del camino que hago, del nombre de las personas, de los letreros en las calles. Guardo en la memoria todas las alineaciones del Botafogo que disputó el campeonato brasileño del 2013, desde el primer partido contra el Corinthians, un sábado en la noche en Pacaembú, hasta el último, contra el Criciúma, el domingo 8 de diciembre, en Maracanã. En serio, si me dan un tiempo mínimo para accionar los mecanismos indicados en mi cerebro, soy capaz de decir la alineación de mi equipo (el Botafogo es mi equipo) en los partidos de los últimos quince campeonatos que disputó, incluso cuando estuvo en la segunda división, en 2003 y 2015. Soy capaz también de describir detalladamente el uniforme usado por el recepcionista que trajo mi maleta al cuarto: saco y pantalón azules, camisa beige debajo, un sombrero de alas cortas también de color beige con el logotipo del hotel HGI (el mismo que está en el bolsillo del saco) bordado en rojo al frente, zapatos negros, el nombre grabado en una plaquita dorada arriba del bolsillo: H. Navarro. Recuerdo que le di un billete de cinco dólares y le pedí que me dejara tranquilo por algunas horas. Ok, fue lo que Navarro me respondió, inclinando el cuerpo hacia mí. En cuanto el recepcionista salió, comencé a prepararme para el evento.
La primera providencia fue encender la cámara del celular y registrar el momento en el que me tragué una pequeña píldora color amarillo huevo. Era importante que dejara registrado en la cámara el horario en el que ingerí la cápsula. En el prospecto, que yo también había memorizado en todos sus detalles, estaba escrito que el medicamento era rico en fosfatidilserina y pregnenolona, sustancias que aumentan el metabolismo en las células del cerebro y mejoran el funcionamiento del córtex cerebral, la parte de nuestra cabeza responsable de la memoria reciente. Una única dosis será suficiente para que seas capaz de memorizar, con un simple vistazo, la lista de capitales de todos los países de América Latina, era lo que yo le decía a la cámara. Después, golpeando con el dedo índice en mi propia cabeza, añadía: que no se te olvide.
La cápsula amarilla era el motivo de mi viaje a San José. Después de destacar en olimpiadas matemáticas y competiciones de lógica, me empezaron a buscar laboratorios farmacéuticos que fabricaban medicamentos para la memoria. Yo intentaba argumentar que, si de verdad quisieran mostrar la eficiencia de lo que producían, deberían probarlo en personas con memoria dispersa, pero ellos preferían apostar en mi capacidad de entretenimiento en eventos públicos. Sobre todo, no querían errores que comprometieran la propaganda que hacían del producto.
Hasta este momento, yo ya me había presentado en congresos médicos en Venezuela, Colombia y Barbados. En Costa Rica, decidimos que sería bueno basar mi presentación – una especie de juego de memoria con participación de congresistas, la mayoría neurólogos – en un ídolo local. Keylor Navas, el portero costarricense del Real Madrid, era tan venerado en el país como Cristiano Ronaldo, la estrella del equipo. Memorizar todos sus pasos – y muchos otros detalles del juego que monopolizaba la atención de los costarricenses aquel sábado – volvería mi actuación todavía más atractiva.
Cuatro horas antes de que comenzara la final, me programé para dormir dos horas y media, circunstancia que suele dejar a mi conjunto de neuronas relajado y todavía más apto para absorver nuevas informaciones. Marqué la hora en que debería despertar, me quité toda la ropa y me acosté desnudo, como hago habitualmente. Por cuenta propia, instalé electrodos en mi cabeza para que después pudiera comprobar el comportamiento de las neuronas durante el sueño, un procedimiento que empecé a adoptar luego de descubrir mis habilidades mentales y que me ayuda a entender el funcionamiento del cerebro.
Mi momento de relajación transcurría sin trastornos, el gráfico registrado en la computadora era una línea casi recta, con variaciones regulares, como el filo de un serrucho. Ya debía estar muy cerca del instante marcado para despertar, cuando Isabel – el amor de mi vida, el grande amor de toda mi vida – surgió. Después constataría que en ese momento – el momento en que Isabel entraría en mi sueño andando encuerada por el cuarto y se sentaría desnuda con las piernas abiertas sobre mi rostro – la línea del gráfico de la computadora había subido abruptamente, como una ola grande que golpeara en una pared de concreto y fuera proyectada hacia arriba, en dirección al cielo.
Durante los años que pasamos juntos, Isabel hizo eso muchas veces: despertarme poniendo su vagina sobre mi rostro hasta casi sofocarme. Incluso ahora, cuando ella ya no está más aquí, cuando ella ya no puede estar en ningún lugar en que pueda tocarla, todavía puedo sentir su presencia, su peso. La Isabel de mi sueño, la ola fuerte que golpea al chocar con la pared de concreto, llega de repente, dando saltitos por el suelo alfombrado del cuarto del hotel, sube a la cama, abre las piernas como un compás de la escuela y hace que su vagina se trague mi nariz, mi boca, los pelos de mi rostro, mis dientes. Y entonces yo, antes incluso de despertar, puedo sentir todo el olor que viene de adentro de Isabel, el olor a carne ahumada, a madera, a humo de carne. La vagina de Isabel tenía un olor de cheese bacon preparado a la plancha.
Isabel sólo puede entrometerse en mi memoria cuando estoy durmiendo, desarmado. En otras circunstancias – y a no ser cuando me pierdo en devaneos durante el baño caliente y acabo masturbándome pensando en ella e invariablemente termino llorando después – puedo lograr que los recuerdos que tengo de Isabel se aparten de mi cerebro. Con el tiempo y con la meditación, aprendí métodos bastante eficientes para manipular todo lo que recuerdo. Con Isabel desarrollé el artificio de ahogar sus recuerdos con otros, soy capaz de capturar momentos especiales guardados en algún lugar de mis neuronas – generalmente momentos felices de éxito profesional, que son los que me quedaron – y moldearlos de una forma que le quiten el espacio a Isabel, acorralándola hasta hacerla desaparecer. Aún así, cuando duermo, cuando relajo mis defensas, ella siempre puede aparecer.
El representante del laboratorio me llamó por segunda vez cerca de diez minutos después de la hora que yo programara para despertar de mi sueño. Confieso que no me gustan las interrupciones cuando me estoy preparando para trabajar, pero aquella vez hasta agradecí la llamada. De alguna manera, conversar brevemente con mi interlocutor – él me confirmó horarios, hizo recomendaciones sobre mi vestimenta y me dijo que vería el partido en su cuarto, esperando que el portero Navas fuera la gran estrella de la final – me libró de los recuerdos de Isabel. Antes de colgar, insinuó que, después del evento, podría conseguirme compañía para pasar la noche. Me pareces un hombre extremadamente solitario, fue lo que me dijo.
El segundo tiempo del Real Madrid contra el Atlético de Madrid fue casi lo contrario del primero. El número de faltas aumentó – en total fueron 32, un total significativo para el futbol europeo – y el número de oportunidades de gol también. A los 33 minutos, el belga Carrasco, un jugador que había salido de la banca, marcó el gol del empate, en una jugada en la que Navas no tuvo ninguna culpa, la pelota cruzó fuerte el área sin que nadie consiguiera interceptarla, pero para mí la jugada principal sucedió a los 20 minutos, cuando fue marcado un penalti contra el Real Madrid. Durante por lo menos ocho segundos, la cámara no se despegó de Navas.
Hay una regla general sobre porteros que dice que son más felices a la hora de los penaltis. Es en ese momento, cuando no tienen nada que perder, que pueden transformarse en héroes – al contrario de los tiradores, que prácticamente sólo tienen algo que perder -. A pesar de haberse transformado, circunstancialmente, en protagonista del espectáculo, la cámara abandonó a Navas en cuanto el francés Griezman lanzó el penalti fuera. A partir de ese momento fue él, el tirador – con su expresión trágica en el rostro -, quien monopolizó las atenciones.
Después del empate en el tiempo regular y en los tiempos extra, la final de la Copa de Campeones de Europa se decidiría en penaltis, lo que daría más de una oportunidad para que el costarricense Navas saliera del césped como héroe. Sin embargo, a ejemplo de lo que sucedió con el penalti cobrado durante el partido, no tuvo mucha incidencia en el resultado final. El penalti decisivo, del lateral derecho del Atlético, Juanfran, golpeó en el poste derecho de la portería. Al final, el Real Madrid sería campeón sin que Navas hiciera ninguna atajada difícil.
En el hotel de San José – mientras oía a parte de la población en la calle dando gritos que enaltecían la victoria de su ídolo -, yo intentaba grabar en mi cerebro todas las jugadas del partido que acababa de presenciar. Lo hacía valiéndome de breves anotaciones en una hoja de papel, cada una en una esquina de la hoja que me guardaría en el bolsillo del pantalón para la presentación. Sería a esa hoja – y no a la imagen del juego en sí – que recurriría cuando tuviera que buscar alguna jugada en mi memoria. Así es como trabajo. Aquel día, ya me había imaginado que tendría que valerme del recurso de la hoja de papel en el bolsillo. A pesar de la aparente simplicidad del desafío de un juego con pocas variaciones, los resquicios de mi sueño atribulado todavía se hacían presentes y, de cuando en cuando, Isabel volvía a aparecerse.
Contando a partir del día de la final de la Champions League, Isabel lleva muerta desde hace exactamente tres años, dos meses y dieciséis días. Podría también, con ayuda del acta de defunción que indica la hora aproximada de la muerte, precisar hace cuántos minutos que me quedé sin ella. “El cuerpo fue encontrado a las 21:03 minutos en el interior del vehículo, la cabeza apoyada sobre el volante, con el vestido ostentando tres perforaciones ovaladas resultantes del paso de proyectil emanado del cañón de un arma de fuego en el lado izquierdo de la región del tórax”. El horario que consta en el acta es exactamente 24 minutos antes de la hora que se quedó grabada en mi celular y que registra el momento exacto en que la policía me llamó para avisarme de lo sucedido. Yo estaba en la puerta del edificio del Centro de Tecnología de la Universidad Federal de Rio de Janeiro, a donde Isabel me iría a buscar. Era viernes. Hacía calor.
Si yo fuera el perito y tuviera que describir la escena del crimen, difícilmente usaría alguna de las palabras que la policía utilizó. Lo que yo vi en el coche de Isabel, después de identificarme como marido de la víctima, era otra cosa. Me acuerdo de la bolsa abierta en el asiento del copiloto y de su identificación tirada en el suelo, me acuerdo del olor a sangre mezclado con el perfume cítrico que Isabel siempre usaba, me acuerdo que el estéreo permanecía encendido (¿será que no pueden mover nada de la escena, ni siquiera apagar el estéreo?) tocando Superstition de Steve Wonder, me acuerdo de las uñas pintadas de rosa clarito, me acuerdo de sus dedos finos, me acuerdo de la voz de un policía que se ponía de acuerdo por teléfono con sus amigos para una carne asada al día siguiente, me acuerdo de que la parte superior de sus pantaletas (unas pantaletas color piel, comunes) escapaba por encima de la cintura de la falda, me acuerdo de haber gritado que la culpa era mía, me acuerdo de haber perdido momentáneamente el sentido y de haber sentido que mi cuerpo caía sobre su cuerpo, mi rostro sobre su vientre manchado de sangre, como un costal de papas.
Estoy en el baño afeitándome cuando el colega del laboratorio golpea la puerta. Lo dejo pasar, pero vuelvo al baño y nuestra conversación comienza con la puerta cerrada. Él hace observaciones preliminares sobre el partido que acabamos de presenciar y comenta que el resultado, en general, fue frustrante para lo que preparamos. Fue bueno que el muchacho haya ganado el partido, pero él no hizo casi nada, ¿no? Asomo la cabeza por la puerta y digo que me parece mejor que no tengan tantas preguntas por hacer. No es un día bueno, le digo.
– ¿Te pasó algo?
– No sé, estoy ansioso, será que esa bolita amarilla provoca esto, ¿algún efecto colateral?
– Puede ser, ¿no conseguiste dormir?
– Dormí un poco, pero tuve un sueño inconstante, desperté asustado.
– ¿Una pesadilla?
– No, soñé con mi mujer. Después me quedé conversando un poco con ella.
– Perdona, yo pensaba que tu mujer había muerto.
– A veces yo también lo pienso.
En el momento en el que me encamino al centro del escenario, veo que ni la mitad de las mesas del auditorio están ocupadas. Es el penúltimo día del evento, parte de los congresistas ya se fue, y muchos otros aprovecharon para conocer las playas paradisíacas del litoral del país. Aún así es un buen público. Los neurólogos suelen ser reticentes con los nuevos productos lanzados por los laboratorios, pero no rechazan las invitaciones a eventos internacionales, oportunidad para descansar, hacer compras, conocer nuevos lugares. Imagino que los que se han quedado a la exhibición no estarán dispuestos a ponerme a prueba a fondo.
La primera pregunta es, en realidad, un conjunto de tres preguntas, todas muy fáciles. El sujeto quiere saber el resultado del partido, el nombre de los jugadores que marcaron los goles durante la disputa de penaltis y el color del uniforme que Keylor Navas usaba. Toco levemente la hoja de papel con las anotaciones generales que llevo en el bolsillo derecho del pantalón, el simple contacto con el papel me ayuda a rescatar lo que está escrito ahí. Después, meto la otra mano en el bolsillo izquierdo y dejo que mi dedo índice busque la alianza de Isabel que continúo llevando conmigo. Tiene una circunferencia pequeña y se queda presa a la altura de la uña, provocando un estrangulamiento en la punta del dedo, como si quisiera recordarme que continúa viva ahí. Eso me llena de confianza. Doy tres golpecitos al micrófono, agradezco la presencia de todos y sigo adelante.
Renato Lemos es periodista y autor de Inventores do Carnaval (perfiles, Editora Verso Brasil, 2015) y Enquanto Nossos Meninos Dormem (cuentos, Oito e Meio, 2015). Publicó el cuento Sistema de Cotas en la antología Cada um por si e Deus contra todos (Editora Língua Negra, 2016).