Fragmento de una serie de relatos en torno a la memoria
Árbol fundacional
El árbol de mango era el punto fundacional de ese lugar. El árbol era el centro, y de él crecía un radio que abarcaba todo lo demás.
Cada mañana de ese período de vacaciones yo salía de casa, a menudo descalza, luego de comer un pan con mantequilla que mi abuela había tostado hasta casi quemarlo. Mi primera parada era casa de María F., donde solían invitarme nuevamente a desayunar, ofrecimiento que yo rechazaba amablemente. La segunda parada, ya en compañía de María F. y alguno más que hubiésemos encontrado en el camino, era el árbol de mango. Comenzábamos el ascenso, más que por la recompensa de los frutos verdes –que comeríamos picados con sal, adobo, vinagre, ajo en polvo-, por esas dos horas musicales entre las hojas mecidas por la brisa marina, las risas y las voces.
Nunca fui demasiado ágil. Cuando éramos varios, siempre tenía mayor dificultad que el resto en comenzar a trepar y en llegar a las ramas más altas. Se debía, en parte, a mi tamaño: mis extremidades cortas no me permitían alcanzar los puntos de apoyo de los que otros niños más larguiruchos fácilmente se asían, para luego impulsarse y ascender hasta la copa. El otro factor que influía era mi carácter, siempre un poco retraído: no es que fuese tímida como tal, se trataba de cierta cautela en la acción, en la palabra, en el trato; de una parsimonia en los movimientos propio de las personas más imbuidas en su propio interior. Esto me hacía aparentemente más lenta, con reflejos más tardos, envuelta en un aura un tanto apartada de la realidad física.
¿Se vuelve, alguna vez, a estar tan viva como se estuvo en la infancia? ¿Se sentirá ahora tan rugosa la corteza bajo los pies, se apreciarán tan nítidas las grietas? Puede que todavía se haga presente el tenue olor a madera, a savia de hoja, y que se sienta el tallo resistirse al desprendimiento de su fruto. Y que la carne, entre ácida, dulce y salada, nade en la boca hecha jugo. Tal vez, si se insiste en la observación, sea tan rojo el color de las cayenas.
La risa es un manojo de semillas, una maraca batida tenuemente por el buen espíritu, es el doble filo de una serpiente cascabel, invoca el todo: es escuchada en lo bajo y en lo celeste, es del pájaro y del vientre de la tierra. Eso todavía no lo sabía, pero se me encendía un sol dulce, tostado, en el ombligo, cuando la risa me conducía a su mirada, entre los dibujos de sombras que proyectaban las hojas del árbol; entonces, avergonzada, instauraba un otoño en que todas las cosas se escondían y se hacían miel. Era el instante de los demonios y los dioses.
El fuego y el sosiego
A unos metros de ese centro crecía una diminuta planta de ajíes, que solía pasar desapercibida. Ese día se dejó ver: en los ojos ávidos se encendió una chispa de maldad. Fue él quien me invitó a probar el fruto –o, más bien, me retó: A que no lo haces–. Y con un a que sí fui diligente, porque de alguna manera siempre he logrado hacer una misma cosa mi rebeldía y mi sumisión.
Pasaron pocos segundos luego de tomar el bulbo con los dedos y sentirlo crujir entre mis dientes. El ardor se expandió desde la boca hacia todo el rostro y las manos. Me incendiaba un fuego que nunca antes había conocido. Me ayudaron a llegar, ciega del llanto, hasta un chorro de agua cercano, pero el líquido fresco que bebía, y que caía a borbotones sobre mi rostro, apenas lograba calmarme. Alguien me acompañó a la casa, y mi abuela, en estado de alarma, improvisó algunos remedios: tragué cucharadas de azúcar y mi boca fue lavada con abundante jabón azul, como si hubiese dicho algo prohibido.
Poco a poco el fuego se fue apagando, igual que el día en que una aguaviva grabó sus tentáculos en la piel de mi tobillo y tuvieron que llevarme a rastras. Igual que cuando llegué con las manos raspadas y las rodillas al rojo vivo, producto del impacto sobre el pavimento caliente. Igual que cuando mi piel, muy sensible para el sol inclemente, quedó colorada e inflamada, “como un tomate”. Igual que cuando me encendí de fiebre. Mi abuela era el hada apaciguadora. Nos preparaba baños de asiento con manzanilla o dejaba caer gotas de la misma tizana, fría, en nuestros ojos u oídos. Esparcía una capa de crema espesa, blanquísima –esa que venía en una latita azul- sobre la piel ardida. Cerraba las cortinas, nos ponía sombreros para protegernos del sol, arrimaba un ventilador a la cama durante la siesta, aplicaba alcohol sobre las picadas, calmaba el hambre con jugosas ensaladas y pescado frito. Luego de horas de juego, yo volvía a casa irradiando el calor intenso de la costa, encendida de andar bajo el cielo celeste, entre las palmeras verdes y las trinitarias púrpura, con granos brillantes adheridos a los pies. Bastaba una ducha y colocar mi cabeza sobre la almohada blanca para que todo el exceso se dispersara. Mi abuela era soberana de ese lugar de colores fríos, de brisa serena que se colaba entre tules y telas.
El clamor de las cosas
Las ramas eran brazos fuertes que nos sostenían.
Los insectos tejían mensajes y, alrededor, todos éramos el mismo halo de existencia.
Mi abuela era un hogar, un ámbito, un lugar de regreso, Ítaca cotidiana.
La costa es, aún, el clamor de las cosas presentes, declaración cálida y estridente de cada ser, animal, vegetal, mineral; palabras cromáticas o susurros marinos.
Su risa fue un nido de abejas que siempre guardé. El pequeño fruto rojo, la premonición de que, bajo mi manto de agua, siempre buscaría arder.
Cristina Gálvez Martos (Caracas, Venezuela, 1987). Es Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela. En 2013 ganó el Concurso para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores en la categoría de poesía con su obra Psicopompa, libro editado por la misma casa editorial en 2015. Su poemario Bicorne (Casa de las Letras Andrés Bello, 2016) obtuvo una mención en el VI Concurso Nacional de Poesía.
Um comentário sobre ldquo;El clamor de las cosas, por Cristina Gálvez Martos”