Nueve artistas chilenas participan en un encuentro de gráfica expandida. Han resuelto aceptar las restricciones del formato como condición de trabajo. Todas provienen de diversos horizontes formales, desde la escultura a la pintura y a la fotografía, pasando por complejas disposiciones objetuales. Pero han compartido la exigencia de representar una posición en la producción de imagen, en un terreno en que el maquillaje es consumado como sustituto de un rito funerario, habilitado por la amenaza de la facies cadavérica. La pintura conjura la angustia ante la muerte.
Todo esto tiene lugar en una performance que reproducen una escena de comensalidad –una mesa pascual-, donde en verdad, lo que hacen es preparar el rostro para acoger una operación cosmética, que es arrancada de su cotidianidad y convertida en rito de paso.
En un primer momento, la determinación cristiana del gesto se hace evidente porque las artistas practican sobre sus propias facialidades la operación de anticipación que Magdalena realizó en el cuerpo de Cristo, en Betania, antes de su ingreso a Jerusalén. En un segundo momento reproducen la tensión representativa del paño de la mujer que enjuga el rostro de Cristo en una de las estaciones del via crucis, pero lo aplican a sus propios rostros, para imprimir por transferencia sobre una tela de gasa, restos de maquillaje. Luego recogen las telas impresas y las fijan sobre un muro, como si cada uno de los trozos de éstas sostuviera el efecto de una figuración que ha experimentado una cierta merma. En toda transferencia, siempre se pierde algo. Sin embargo, el traspaso de residuos balsámicos ha logrado configurar la marca de un cuerpo sobre su mortaja, por monocopia. Los paños se asemejan a nichos fúnebres, como si ya las imágenes hubiesen sido sepultadas, aunque en verdad, son exhibidas como si fueran “ropa sucia”, dispuestas a recibir los calcos de unos fragmentos de cuerpo.
En el presente trabajo, las artistas han resuelto combatir la frágil semejanza de la impresión, con la dureza enunciativa de una auto-representación manual, sobre lámina de papel, para poder plegarla como cuartilla e introducirla en una caja de archivo, que consigna las firmas de un documento de identidad. De este modo, la caja pasa a cumplir las funciones de un relicario que guarda la imagen como una insignia secreta, convertida en documento el certificado que prueba la auto-representación en su trauma de origen. Toda representación de una subjetividad pone en riesgo los soportes gráficos. Al final, cada cuartilla será dispuesta para ser develada, siendo desplegada y fijada sobre el muro, como si fueran imágenes de personas buscadas, que no han acudido a la cita. Sin embargo, “dar la cara” o “poner la cara” es una acción que siempre debe estar acompañada por la disposición de su soporte material.
La caja/relicario/archivo, en sentido estricto, no es un libro, porque las artistas decidieron permanecer en un espacio anterior al empaste que lo define. Por eso impidieron que las cuartillas fueran convertidas encuadernadas. No es una falla. Es una decisión. Rechazaron la acción del hilo cuyo amarre las convertiría en “libro sagrado”. En este sentido, cada cuartilla contiene un enunciado gráfico que debe ser exhibido y devuelto a su refugio, para proseguir el trabajo de la disposición desplegable, que debe regresar mediante el repliegue a su posición de papel certificado que sostiene el nombre deslazado de cada una de las artistas.
Justo Pastor Mellado (Santiago, Chile). Crítico de arte.