Quince para siempre
Claro que hubo una razón concreta por la que yo fui a Venezuela. Estaba tomando un café con la gran editora y publisher Manoelita Güemes, que acababa de sufrir uno de sus arrebatos dramáticos y me había ensuciado de café el cuello de la camisa, mientras berreaba la nueva idea que se le había ocurrido. Consistía básicamente en una antología de cuentos de varios escritores, cada uno de ellos relacionado con un país de América Latina, que sería publicada en Nueva York.
De inmediato me pareció una magnífica idea. Pensé si no se habría hecho eso antes. Pensé en por qué una editorial de Nueva York. Y claro, pensé también que los países más grandes, los más prominentes, Argentina, México, el encantador Uruguay, quizá Brasil, se los quedarían escritores experimentados, como el académico y pervertido periodista El “Loco” Truíbo, o incluso los más populares, como el viejo bohemio Alfonsino Del Rey, que ya era un señor de boina con una media sonrisa permanente y pelos saliéndole de las orejas, o incluso Manuel Maipú, que ya andaba perdiendo los últimos dientes antes de vestir el traje de madera y entrar así a la historia de nuestras más nobles letras.
No hace falta decir que mi estatura literaria correspondía perfectamente con Venezuela, que Venezuela me iba muy bien, con excepción del hecho de que yo nunca había estado en Venezuela y no sabía nada sobre Venezuela y la única imagen que me venía a la cabeza cuando pensaba en Venezuela era la de un señor robusto y muy alto con un enorme bigote e indeterminadas intenciones, que, por algún motivo, siempre se me aparecía sosteniendo un gigantesco algodón dulce, al que luego descubrí que en Venezuela, igual que en muchos otros lugares de la llamada América Hispánica, llaman nube en cielo.
Le dije a Manoelita, mientras me limpiaba el cuello de la camisa, ¿pero no han hecho eso antes? Ella me dio una palmada en la espalda, como solía hacer cuando estaba borracha o tenía una gran idea, y dijo: lógico, tontito, ya lo he visto antes y de ahí se me ocurrió la idea. Pero si lo viste antes, Manoela, disculpa que me ponga pesado, entonces la idea no es tuya, le dije, pidiendo un segundo café, el cual esperaba esta vez tomar hasta el final. Ella siempre parecía enojada conmigo. Y siempre me besaba el rostro ferozmente, agarrándome con firmeza de los dos brazos. Entonces yo llegaba a la conclusión de que parte de su enojo era porque me quería. Leí un libro, papi, un libro lindo, dijo Manoelita Güemes, editora capaz de bajar de las nubes a grandes nombres de la lírica como Rudorico Lacroze, que hasta hace poco pagaba sus cuentas con tercetos ilegibles. Y si Manoelita Güemes había leído un libro y tenido una idea, en ese orden, entonces había que prestar atención.
El libro se llama Poeta en Nueva York, dijo Manoela con sangre en los ojos. Ese libro me hizo llorar, chino, arrancó alguna cosa de adentro de mí y después la escupió de vuelta. Poeta en Nueva York, de García Lorca, lleno de poemas sobre la experiencia de Lorca cuando visitó Nueva York en diciembre del 29, durante el crack de la bolsa. De ahí salió la idea. Mis escritores, mis lugares. Y a una editorial de Nueva York, cuánta ironía, le gustó la idea. Y tú vas a escribir sobre Venezuela, ¿entendiste?
Entendí perfectamente, le dije, brindamos y nos despedimos. Inmediatamente compré boletos de avión a Venezuela, como me indicó Manoela desde la ventanilla del coche, mientras maniobraba sobre un charco que salpicó alto y me dejó paralizado. Luego hice comparaciones y reparé en que los boletos a Venezuela podrían ser más caros que los boletos a Nepal. Rápidamente pensé en qué haría si tuviera que escribir un cuento sobre Nepal. Pero eso no duró mucho tiempo y, a los pocos días, yo estaba en un avión de Cafecito Airways rumbo a Venezuela, lleno de vagas expectativas.
Aunque ya había oído hablar de Venezuela, nunca había oído hablar de Cafecito Airways. En cuanto me senté, abrí el menú que ofrecía varios tipos de café de distintas procedencias. La marca indeleble de Cafecito Airways.
Manoelita me había dado un “kit-creación”, así lo definió, que consistía en un vergonzoso maletín de cuero marrón claro, que yo cargaba como una bolsa sobre el hombro. Dentro de él había una navaja suiza, una botella de vinagre, que me extrañó, sólo mucho tiempo después, que no hubiera sido confiscada por la policía de inmigración, algunos libros de poetas venezolanos de los que nunca había oído hablar, pero que luego me di cuenta de que eran muy importantes y premiados y admirados por un montón de prominentes escritores en una corriente infinita de prestigio y admiración. Había también un papel doblado que, cuando lo abrí, reparé en que era una especie de manual de instrucciones para un viaje que yo sentía cada vez más absurdo y excitante.
Yo sabía que Manoelita Güemes había nacido “medio loca”, como dicen, pero también sabía que a eso se le debían sus mejores aciertos editoriales y, por eso, por la potente intuición hermanada a la locura extrema, yo la admiraba. Yo pensaba que tenía las ideas más disparatadas, pero eso era apenas un camino equivocado hacia el correcto, como el de Dios, decía ella. Había, incluso, un chisme que corría por las mesas literarias de los bares de la ciudad, según el cual Manoela había llevado a un escritor a la muerte, cuando intentaba, con una de sus ideas geniales, estimular el ya marchito y nunca muy agudo talento de este escritor específico. Chismes había muchos. El propio García Lorca, dicen, murió fusilado por los franquistas, dicen, declamando un poema erótico homosexual. Dicen. Pero esta vez yo estaba un poco más asustado de lo normal, ante las instrucciones inminentes de Manoelita Güemes para estar en Venezuela.
En primer lugar, leí que recibiría una novia en cuanto desembarcara en el aeropuerto (ella me esperaría con un letrero), y que ya llegaría al hotel acompañado por ella y ella sería linda, callada y muy sensible. Todo me pareció maravilloso, pero luego me acordé de que yo ya tenía una novia, y entonces me preocupé y pensé “Manoelita, vaya loca”, y luego me puse a pensar bonita cómo, callada cómo, sensible cómo. También quedó claro que, una vez que llegara al hotel con mi novia contratada, que me recogería en el aeropuerto, recibiría instrucciones detalladas sobre la ida, al día siguiente, temprano por la mañana, al parque de diversiones Las Brujas, cuyo nombre relampagueó en mis ojos y que, por lo visto, en la cabeza enloquecida de Manoela Güemes, publisher, era lo único que necesitaba conocer de Venezuela, además del hotel donde me hospedaría y de la novia que me recogería en el aeropuerto. Además, había un verso, un verso simple y sombrío, sin autor, al final de la hoja, en cursivas, como si fuera un bon voyage fantasmagórico: vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.
De cualquier manera, ahí estaba yo, por más que de ninguna manera interese ahora decir mi nombre. Ya estaba ahí, dentro de un laberinto creado por la mente alucinada de Manoelita Güemes, famosa por sacar lo máximo de sus escritores mascota, que eran de verdad los más importantes escritores de una generación, de acuerdo, no era muy buena proveedora, pero Manoelita había resucitado genios y llevado al suicidio, por sus excéntricas exigencias y depravados desafíos en forma de enigma, a escritores mediocres cuyas muertes inmediatamente los habían convertido en escritores famosos, e incluso por eso era posible dar cierto mérito a sus iniciativas de editora heterodoxa. Y yo pensaba, degustando por tercera vez un café, un café guatemalteco esta vez, que parecía agua sucia colada por un calzoncillo, “Manoelita, vaya loca”, pero manteniendo todavía una sonrisa vacía en mi rostro de caballo.
Poco importa en este relato, como decía, decir de dónde venía, quién era yo, porque lo que iba a sucederme en mi primera visita a Venezuela desgarró definitivamente aquello que podría llamarse yo mismo, venido de tal lugar, para hacer tal cosa. Desde entonces, escribo dentro de un tiempo fijo. Ahora, por algún motivo, me acuerdo de eso vagamente. Yo venía de un país sin importancia, regido por vampiros enanitos. Importa más registrar aquí que Cafecito Airways cumplió muy bien con su fama y que al final del vuelo me había hecho probar cafés de ocho países.
Llegué al hotel con insomnio, conocí a mi novia contratada, que sostenía un letrero en el que estaba escrito “papi”, y entonces, mirando a la muchacha, me di cuenta de que “papi” era yo. Me acerqué con los ojos reventados y, a pesar de que me habían dicho que sería sensible y callada, lo primero que me dijo fue “¿usas drogas estimulantes?”, a lo que respondí describiendo minuciosamente la cantidad y procedencia de los cafés que había ingerido. Lo dije riendo más de lo normal, pues estaba muy activo debido al exceso de café. De las tres cosas, al menos una era verdadera y se podía comprobar inmediatamente: era linda mi novia contratada, con el cabello oscuro y enormes ojos claros y centelleantes que variaban de color conforme el fondo o conforme otras influencias que no se podían entender. Una de tres: quedémonos con eso por mientras, pensé mientras ella cargaba mi pesado baúl de madera (Manoelita había enviado mi ropa dentro de un baúl, semanas antes, por vía marítima). Sin demostrar ninguna dificultad, a pesar de no ser una mujer robusta, transportó mi inmenso baúl de madera hasta el hotel como si fuera una caja de fósforos.
Mi novia temporal, que, en el fondo, era como cualquier novia, con la diferencia de que no la conocía, aunque se podría decir que “quién conoce a nadie en esta vida”, y Manoelita me daría en este momento un sopapo fuerte a la altura del pescuezo, desde lo alto de su cariño salvaje, por eso quizá sea más honesto simplemente contar que mi novia contratada se desnudó sin reservas delante de mi cama (teníamos camas separadas), mientras yo fingía leer otra larga descripción de las provincias y las grandes marcas de café de Venezuela en una de las carpetas de Cafecito Airways. Entonces, sin decir nada, se dirigió al baño y tomó una ducha, mientras yo deshacía las maletas y tomaba calmantes con whisky.
Al regresar, ella me contó con absoluta calma y, noté, cierto automatismo, que no habría relaciones sexuales entre nosotros, ya que Manoelita había pagado el paquete básico, que correspondía básicamente a la situación de una pareja normal, o sea, ni en el auge de la pasión, ni en las cumbres de la desesperación. La propuesta me pareció bastante realista y le pregunté si le gustaría comer algo. Pedimos al room service una comida que parecía de isopor y que deglutí con sorprendente voracidad. Después mi novia contratada dijo que esas eran cachapas, crepas tradicionales de la región hechas con maíz. Me dio vergüenza haber pensado en isopor mientras comía las cachapas. De hecho, pensándolo ahora, sabían a maíz. No habría pensado en isopor, probablemente, si hubiera sabido que eran de maíz. Me sentí prejuicioso y voluble. Me enojé con Manoelita.
Comimos en silencio, como una pareja común, y después la contratada, así debo llamarla, me entregó un cuaderno donde estaban los boletos para el parque Las Brujas, nuestro destino de la mañana siguiente. Le pregunté si ella ya había ido al parque Las Brujas. Me contestó que no entendía muy bien el portugués, entonces me callé, porque yo pensaba que había hablado en perfecto castellano.
Por la mañana ya estábamos frente al Parque de Las Brujas, y la visión no podría ser menos agradable. Había furgones viejos con el capó abierto tocando la misma música altísima y un aroma constante a entrañas de res ahumadas. Me acerqué a un señor muy malencarado, que, cuando me vio bailando en su dirección aquella música hipnótica, me barrió de arriba a abajo y me vendió la coca-cola más cara que yo tomaría en mi vida. Le pregunté qué era aquello que sonaba y él se sacó de la boca el pedazo de rama que masticaba y dijo cumbia. Pero existen diferencias entre la cumbia venezolana y la cumbia colombiana o la cumbia argentina, le pregunté intentando ser simpático. Todas las diferencias, dijo, y volvió a la rama en la boca.
Antes de entrar al parque, preferí asegurarme de que no estábamos en el lugar equivocado y rebusqué en el pavoroso maletín marrón de cuero. Había ahí una instrucción que hablaba de una atracción específica que yo debería experienciar, exactamente así, experienciar, estaba escrito así, a mano por Manoelita Güemes, un juego que de inmediato me pareció fantasmagórico, aunque fuera para niños, llamado 15-4-Ever – en cursivas, y enseguida estaba la traducción: quince para siempre. No sin cierto nivel de pavor, me dirigí a mi destino insólito de viajante literario, después de que mi novia contratada se negara a ir conmigo, argumentando que las negativas tajantes estaban incluidas en el paquete “pareja normal”, contratado por Manoelita para mi viaje. Lo entendí perfectamente, al recordar las veces en que, de viaje, mi novia legítima y yo hacíamos cosas distintas de las que queríamos de verdad, no sin cierta pena, para agradarnos mutuamente. Me pareció inteligente que, en un noviazgo contratado, se evitara el desencuentro que antecede al momento en que cada uno toma su camino. Por eso le sonreí a la contratada y fui solo a quince para siempre.
En cuanto crucé el pórtico de la atracción indicada, que parecía decadente e, incluso, cerrada al público, leí en las paredes acerca de la terrible maldición del hombre que, al negociar con el diablo, le pidió ser joven para siempre y acabó encerrado en la existencia, por decirlo de alguna manera. El diablo, aprovechándose de la ingenuidad del pobre hombre, le concedió una vida infinita, donde el tiempo no pasa, donde es siempre quince para siempre. La historia era contada con una voz muy aguda de bruja y, de hecho, al mirar a un lado, vi que ahí estaban tres mujeres muy feas y muy viejas, jugando a los naipes en un semicírculo, que yo imaginé que serían brujas. De todos modos, la voz era grabada y salía ahogada y cortada de unas viejas bocinas. Incluso pensando en que las tres viejas fueran brujas de verdad, me dirigí a una de ellas como si fuera una persona normal, porque nunca me explicaron cómo hay que tratar a las brujas. Ellas abrieron un poco el semicírculo en el que estaban dispuestas y detrás de ellas alcancé a ver muy mal un túnel lleno de humo por el que fui orientado a seguir.
Dentro de quince para siempre, las cosas sucedieron muy rápido, voraces, perdí rápidamente la noción del tiempo y tuve la impresión de que todo acontecía como en un enorme borrón de velocidad, pero un borrón parado, para siempre sin parar. Yo había entrado solo, pero, allá adentro, me acompañaron criaturas que ya conocía, pero que se vestían y comportaban como si no fueran las criaturas que yo conocía. Dentro del borrón vi a un indio degollando a un indio, después a un blanco degollando a un indio, a un indio degollando a un blanco y a un indio blanco degollando a otro indio blanco, que era acusado de ser indio o de ser blanco. Sentí que mis párpados pesaban como si se estuvieran derritiendo. Un piso abajo de lo que parecía una tumba interminable, vi a un señor robusto y muy alto con un enorme bigote e indeterminadas intenciones que, por algún motivo, sostenía una gigantesca nube en cielo, y yo tenía la impresión de que aquello tenía otro nombre, pero no sabía cuál. Tuve un miedo terrible cuando me di la vuelta bruscamente, asustado por las imágenes en flash que se atropellaban ante mí, y me encontré con un espejo largo, en el cual me vi con un arma en la mano. A mis pies había una lápida con mi propio nombre y el lugar del que venía, lo que ahora no tenía ninguna importancia. Lo que importa es que, viniendo hacia mí desde el espejo, surgieron dos niños, dos pequeños cuerpos andinos y lagañosos, enloquecidos, llorando. Vinieron hasta mí, saltaron sobre mis hombros y jalaron a estirones mis pupilas, rasgándolas hasta que la sangre comenzó a escurrir por mi tronco, derritiéndose como plomo, mientras yo gritaba.
Leonardo Marona nació en Porto Alegre, es escritor y traductor. Autor de Pequenas biografias não autorizadas (7Letras), L’Amore no (7Letras), Conversa com leões (Oito e Meio), Cossacos Gentis (Oito e Meio), Óleo das horas dormidas (Oficina da Raquel) y Dr. kraus (Oito e Meio).