Desembarcó en Cochabamba con apenas una maleta de mano, a la mitad de un otoño incierto, árido, que reproducía el propio estado de su espíritu. El aire enrarecido parecía tan titubeante cuanto el pronóstico de los próximos días en aquel valle situado al oeste de Bolivia, en la cordillera oriental, a 2,560 metros de altitud. Cargaba consigo unas pocas prendas de ropa, un cuaderno, un lápiz, documentos y los papeles impresos con los mensajes que señalaban dónde encontrar a Manuela.

Estaré en la colina de San Sebastián al final del día 27 de mayo, decían lacónicamente las letras azules del breve email. Participaré en una presentación a las seis de la tarde, podríamos encontrarnos antes, ¿qué te parece?

Intentaba recordar el tono de voz de Manuela mientras leía las palabras impresas en papel reciclado. Antes del viaje hizo una llamada, a través de Skype. La conexión intermitente no le permitió rastrear sus facciones en el rostro moreno de la hija. Tenía los cabellos negros abundantes prendidos en una cola de caballo, cuya displicencia le recordaba su propia negligencia al traerla al mundo en aquel momento tan inapropiado. Cansada de la calidad baja de la imagen, se concentró en su voz, un tono sobrio, pero desconcertante, agudo y disonante, pero acogedor.

Durante el vuelo, leyó y releyó los 38 emails en los que, de manera resumida, concertaba un encuentro con la niña que se había quedado, siendo todavía un bebé, en Cochabamba en el verano de 1998, después de los cuatro años pasados en la Universidad Mayor de San Simón. Mientras guardaba los papeles desorganizados en una carpeta de plástico, la memoria reproducía repetidas veces algunas de las palabras ahí impresas, buscaba entrelíneas imaginarias, procurando alguna señal que modificara la sensación difusa y desagradable de aprehensión.

Nunca antes se había sentido tan perdida en Cochabamba.

Tiene una percepción peculiar de las cosas, le dijo un amigo boliviano, recibe mucho amor en casa, es delicada, pero objetiva, me hizo varias preguntas sobre ti, le gusta andar por el mundo, exactamente como a ti, él añadía, viajó por algunos países de Sudamérica durante un año, pero no pasó por Brasil, y está regresando ahora, con ese deseo sorprendente de verte, ven para acá, házme una visita y ven a conocer a tu hija.

Las palabras no la asustaban tanto como lo que estaba escondido en los espacios vacíos entre ellas, en las puntuaciones, en los emoticones, en las reticencias usadas tan errónea e innecesariamente. Intentaba diagnosticar en las entrelíneas esa sensación de extrañamiento y formulaba frases para el momento exacto en que se encontrara con la niña. ¿Debería explicarle que ella nunca fue su hija? ¿Cómo decirle que ella no tiene instinto de maternidad, ninguna vocación para actitudes maternales y que, por eso, entregó a Manuela a una familia que pudiera adoptarla? Y que su familia era la familia que la había acogido, la que la había ayudado. Lo máximo que podría hacer sería enviar ayuda financiera cuando lo necesitaran e, incluso eso, era muy muy poco.

Estamos todos bien. Manuela estudiará medicina a partir del año que viene, ¿cuándo vendrás a visitarnos?

Convivió durante 18 años con un vacío que era la ausencia de Manuela, reafirmándose en la elección que había hecho cuando tenía unos pocos años más de los que tiene ella hoy, ya había viajado por medio mundo, pero no sabía absolutamente nada de lo que era vivir. Quería hablarle primero de ese vacío que siempre la acometió, pero tuvo miedo de que pareciera un pedido de disculpas. En realidad, su sensación era de que algo estaba todo el tiempo desproporcionado, siempre faltando, siempre desacompasado, como el propio aire ríspido de Cochabamba.

Nunca antes se había sentido tan incómoda en Cochabamba.

Tenía 22 años cuando Manuela nació, después de 23 horas y 38 minutos de un fatigoso trabajo de parto, durante el cual ella intentaba arrojar a la niña al mundo lo más rápido posible. Manuela nació fuerte, con cabello negro abundante y ojos grandes, observando el mundo turbio, sintiendo en el cuerpo las manos que a partir de aquel día serían solamente ausencia. Desde ese momento, encontró en los ojos de la recién nacida algo que parecía una constante interrogación, como si ella ya hubiera nacido dudando de la vida, como si ya cuestionara inmediatamente su falta de ganas de estar cerca de ella. Y exactamente tres meses después de aquel día, ella regresó a Brasil, dejando a Manuela con la familia que la había acogido.

Antes de que todo eso ocurriera, Joana, la mujer que le rentaba un cuarto en casa, tuvo una visión.

Vi una mujer deforme con una gran cabeza de tigre y ella estaba sentada en un sillón amarillo, mientras me decía cosas sobre el futuro de una niña. Su voz era firme, pero histriónica, sobresalía del ruido de los coches, olía bien, a un perfume dulce, y parecía preocupada.

Nadie supo nada sobre las predicciones que la cabeza de tigre había hecho acerca del porvenir de Manuela, pero a partir de ese día, Joana cuidó de la niña como si fuera su hija. La vida de esa niña será una inmensa búsqueda de respuestas, que estarán todas esperando a que ella las encuentre. Nació con ojos cuestionadores, casi hostiles, pero toda esa hostilidad significaba solamente una cosa: deseo.

Una leve punzada en la cabeza, que no sabía decir si sería fruto de la altitud o de la ansiedad, le recordó la necesidad de beber un té de coca, aunque siempre se adaptara inmediatamente a las variaciones de la presión atmosférica. Disminuye el paso por momentos, relájate, no se puede ir de prisa en altitudes mayores. Si ella era una persona tan adaptable, tan flexible, ¿por qué aquella intransigencia en aceptar la maternidad? Pero siempre prefirió los cambios exteriores. Prefería salir de casa, irse del país, vivir en el extranjero, viajar por trabajo, dejar que las cosas se resolvieran por sí solas. Siempre fue mejor en huir que en solucionar. Por un instante pensó que sería capaz de entenderse un poco más. Sí, podía perder personas y adaptarse, perder su norte y adaptarse, perder sus seguridades necesarias y sobrevivir.

Se apropió de ese aire enrarecido con ganas, tan parecido a ella misma, tan necesitado de cosas básicas, como oxígeno, y subió la colina de San Sebastián, por entre carteles que hablaban de los festejos del día 27 de mayo.

En medio de un pequeño grupo de personas, un muchacho distribuía flores junto con la programación del día, en un panfleto colorido que explicaba el origen de los festejos.

El 27 de mayo vamos a celebrar el día de la madre boliviana, en homenaje a las heroínas de San Sebastián que, en 1812, en Cochabamba, enfrentaron a las tropas españolas comandadas por el general José Manuel Goyeneche que buscaban impedir la independecia de Bolivia. Recordemos a esas mujeres y a todas las bolivianas, madres e hijas. Al final de la tarde, haremos un acto de homenaje a estas heroínas y a todas las madres de Bolivia.

Nunca antes se había sentido tan inadecuada en Cochabamba.

– Aquí – gritaba uno de los guías turísticos cerca del monumento en homenaje a las heroínas de Coronilla – esas mujeres valientes, al ver que sus maridos y hermanos habían muerto en batalla, lucharon y murieron defendiendo a sus hijos y a su país.

Dicen que quien es madre nunca deja de serlo, aunque entregue a su hijo en adopción o incluso si la acometiera alguna enfermedad que le extirpara la memoria de golpe.

– Nuestro lugar es sagrado – una muchacha frente al monumento a las heroínas de Cochabamba reproducía el grito de Manuela Gandarillas, que lideraba a las mujeres que en 1812 habían resistido en San Sebastián.

Obviamente no fue casualidad que su hija hubiera sido bautizada con el nombre de la heroína ciega, que lideró la resistencia en Cochabamba y murió a los sesenta años luchando por la independencia de Bolivia.

La muchacha que imitaba el grito de Manuela Gandarillas podría ser su hija. Calculó la edad, el tipo físico, percibió su estilo desenfadado y al mismo tiempo observador. Pensó que quería hablarle de lo vacuo, del vacío, pero también quería llenar ese vacío con informaciones sobre su vida.

El té de coca no hacía efecto y comenzó a sentir un leve mareo. No podía adaptarse.

Nunca antes se había sentido tan aturdida en Cochabamba.

¿Debería o no pedirle perdón? ¿Qué elección debería haber tomado (o no), de modo que todo fuera menos doloroso, turbio, tardío y vacío?

Veía ahora lo que su hija vio cuando nació: un conjunto empañado de manchas negras y blancas, sin nada de nitidez, limpidez o claridad.

En aquel momento las cosas podían ser o no ser.

Al mismo tiempo, ella era y no era la madre de Manuela.

En aquel momento Manuela la perdonaba y la culpaba.

Al mismo tiempo, ella misma se perdonaba y se culpaba.

En aquel momento todas las personas eran Manuela y se aglomeraban en torno a su cuerpo caído al suelo.

Entre todas las voces, una voz, aguda y disonante, sobresalió, diciendo su nombre.

Y entonces perdió el sentido.


Danielle Schlossarek nació en 1975, en Rio de Janeiro. Licenciada en Derecho, es escritora y co-fundadora del grupo Clube da Leitura. Integra el colectivo Caneta, Lente e Pincel y participó en exposiciones en el Centro Cultural da Justiça Federal (2012), en el Monumento a Estácio de Sá (2013) y en el MAM (2014). Participó en las antologías Clube da Leitura: volúmenes 1, 2 y 3 (2009, 2012 y 2015), Caneta, Lente e Pincel (Flâneur, 2011), Para Copacabana com amor (Editora Oito e Meio, 2013) y Vou te contar: 20 histórias ao som de Tom Jobim (Rocco, 2014). Publicó su libro de cuentos Irene na multidão, en la editorial Oito e Meio en 2013.

Publicado por:Philos

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