a Oceanía Reyes, mi profesora
a Paola Soto, mi cómplice

Estudié toda mi vida en el colegio Nuestra Señora de La Consolación, tanto en la sede que está en Caracas como en la sede de Barcelona, en Anzoátegui. A pesar de tener diferencias con algunas de las cosas que me enseñaban, siempre me asombró la capacidad que tuvo mi colegio de respetar a mi grupo de amigas rebeldes y a mí. Estudié en un colegio religioso, pero nunca sentí que no pertenecía a ese lugar. Puedo decir que fui afortunada, puedo decir que conté con una grandiosa educación, y entre esa grandiosa educación está mi profesora de literatura.

En 4to año de bachillerato se enseña literatura universal, así que desde 3er año corrían los rumores de los monstruosos exámenes a los que nos iba a someter «esa» profesora que algunos odiaban y otros amaban. Oceanía, su nombre. Yo pensaba en lo curioso del asunto, en lo cerca que estábamos del mar, en lo bello de llamarse así. La veía de lejos y desde mi camisa azul sabía que «esa» era la materia en la que yo quería brillar. Tenía, en ese entonces, 16 años. Mi camisa beige venía entonces con el impulso de estar cerca del final, sí, pero también venía con la posibilidad de estudiar literatura de manera sistemática, de leer con orden. Así llegó el primer día, y lo primero que leeríamos sería a Homero. Parte de su primera clase fue explicarnos cómo no se sabía a ciencia cierta que el autor de los dos grandes libros que leeríamos era Homero, así como decirnos, fascinada, que se creía que el autor había sido ciego. “¡Ciego!”, decía. Ciego. Es un logro para la belleza lo que imaginan aquellos que no pueden ver. Luego reímos y lloramos con Don Quijote, inventamos odas para celebrar —o detestar— a Pablo Neruda, estudiamos la poética de Rubén Darío y cantamos con Mago de Oz para entender mejor la guerra de Troya —esto ya por culpa mía, la rockera del salón—. Detesté Las penas del joven Werther de Goethe con todas mis fuerzas, y se lo hice saber. “Profesora, es que Werther no puede ser tan estúpido. Si alguien no te quiere, no lo escribes ni lloras por ello, y mucho menos escribes un libro para contárselo a los demás”. Años más tarde la releí, y aunque sigo detestándola, entendí su belleza. Pensé que no, que no toda certeza a los 16 años es verdadera certeza. No toda certeza es completamente certeza.

Oceanía amaba los libros, vivió sola en Caracas para poder estudiar en el Instituto Pedagógico y nunca se había casado a pesar de la insistencia familiar. Sola, siempre ella, con sus perros, sus alumnos y sus libros. Contaba, orgullosa, que no, que en realidad nunca había dormido sola, que del otro lado de la cama estaban Sor Juana Inés de la Cruz, Rubén Darío, Pablo Neruda. Sus tres pilares. En nuestro programa no estaba previsto leer a Sor Juana, pero ella se encargó de contarnos quién era y por qué la admiraba tanto. Se sabía sus poemas, los recitaba en clases, conectaba sus versos con otros. Conectaba su vida con la poesía. Ella soñaba y en sus sueños nos enseñó a sentir. Nunca nos dijo que teníamos que amar la literatura, nunca nos presionó ni nos dijo por qué lo que estábamos haciendo nos iba a servir para algo. Nos enseñó a sentir en el momento algo que se ha quedado conmigo durante años. Nos enseñó a fascinarnos, a cautivarnos por lo que leíamos, por el mundo.

Un día nos habló del Decamerón de Boccaccio en secreto. “Ese es un libro que no podremos leer. Aquí no podríamos, en el colegio”. Yo, ante el secreto y la complicidad, conseguí un ejemplar en una venta de garaje. Apelando a la casualidad, opté por llevarlo el día siguiente al colegio. Mis amigas y yo nos reunimos en el baño y sentadas en el piso empezamos a leer en voz alta todas estas historias que en algún momento habían sido prohibidas. Era nuestro secreto. Ella lograba eso, ella nos hacía sentir curiosidad por el mundo que ella amaba.

En 5to año volví a estudiar con ella. Ahora leeríamos a Arturo Uslar Pietri, nos fascinaríamos con los ensayos de Mariano Picón Salas y se quedaría en nuestro pecho por siempre la belleza de Cien años de soledad. Haríamos árboles genealógicos con colores, escribiríamos trabajos, nos fascinaríamos con Amaranta y las cartas que le llevó a los muertos.

Siempre supe que quería escribir, pero leyendo lo supe aún más. Ella lo sabía y esa era nuestra conexión. Oceanía nunca me dijo que siguiera mis sueños, nunca me dijo que iba a lograr todo lo que me iba a proponer, que si quería ser escritora sería escritora sin que nada importara. Nunca me lo dijo, pero ella sabía que ese sería mi camino. Me enseñó que el esfuerzo sería la única forma de cumplir mis metas y por eso sigo aquí. No había vuelta atrás, y gran parte de lo que hago y siento por la literatura es gracias a ella.

Un día, a meses de terminar mi 5to año de bachillerato, estaba con mi abuela visitando a un familiar en el Cementerio del Este. Mi abuela colocaba flores en la tumba de mi bisabuela, y mientras tanto yo paseabaentre muertos desconocidos. Veía nombres, fechas. Veía padres e hijos enterrados juntos. Decidí sentarme en la grama y tomar aire mientras mi abuela terminaba su visita. Estuve allí un largo rato, hasta que decidí mirar hacia abajo. A mi lado, la tumba de Arturo Uslar Pietri enterrado junto a su esposa. Llevaba una cámara conmigo, así que tomé una foto. Ahí estaba el hombre que «más amó y dio a su país el siglo pasado». Ahí estaba un hombre que también había leído en clases con Oceanía. La foto la imprimí y se la regalé. Le conté la casualidad, hablamos de su epitafio, hablamos del poder de las palabras.j
Siempre lo he sabido, pero tuve suerte. Tuve suerte de haber conocido a Oceanía, pero también tuve suerte de haber recibido las clases de literatura que recibí. Quisiera decirle que sigo amando todo lo que me enseñó, que sigo deslumbrándome cada vez que releo a Gabriel García Márquez, que ahora vivo para esto y que no puedo pensar en otra cosa que entregarle mi vida a la literatura en todas sus formas, en su escritura, en su producción, que quiero marcar la vida de otros de la misma forma que ella marcó la mía, que el mundo necesita más mujeres llamadas Oceanía, más mujeres que amen y enseñen como ella. Así que para ella esto, a ella lo que soy.


Oriette D’Angelo (Caracas, Venezuela, 1990). Estudió Derecho en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Editora y fundadora de la plataforma literaria www.digopalabratxt.com.  Autora del poemario Cardiopatías (Monte Ávila Editores, 2016; Premio para Obras de Autores Inéditos, 2014). Seleccionó y prologó la antología de poesía venezolana Amanecimos sobre la palabra (Team Poetero Ediciones, 2017). En 2015 obtuvo el segundo lugar en el I Concurso de Crónicas de la Fundación Seguros Caracas y en 2016 el tercer lugar en el Concurso Iberoamericano de Poesía “Letras de Libertad” de Un Mundo Sin Mordaza. Sus poemas aparecen en diversas antologías publicadas en Venezuela, Argentina, México y Ecuador. Administra el blog personal www.oriettedangelo.com. Actualmente estudia una maestría en Comunicaciones Digitales en DePaul University (Chicago).

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Um comentário sobre ldquo;A mi profesora de literatura del colegio, por Oriette D’Angelo

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