Estábamos en la fiesta. Yo bailaba con Camilo. Yo soy la muerte, yo soy la muerte, la muerte soy, yo soy la muerte… huye que te coge la muerte. Dábamos vueltas, nos reíamos mucho, y Ernesto, ya un poco borracho, revisaba por las mesas a ver si conseguía un pedazo abandonado de torta de cumpleaños.
Era un terreno grande, estaba en construcción, pero había un espacio para hacer parrilla y bailar. También había un pequeño vivero al que subí un par de veces para tomar agua de una manguera.
Ya se sentía el frío de la madrugada y todos se apretujaban dentro de sus suéteres. Se veían las estrellas, como suele pasar en las afueras de la ciudad. Yo las miraba y sentía como el mal humor de la tarde se iba disipando, quedando sólo ese aire frío y puro, la música y las risas que se iban alejando a medida que caminaba hacia el monte. Quería estar sola por un rato.
Me salí del camino de tierra, iba a sentarme allí, en aquella parte plana que apenas se veía, e imaginarme estar en medio de la nada por un rato. Todo estaba oscuro y antes debía pasar un trecho donde el terreno estaba irregular, razón por la que tropecé y pegué la barbilla contra el suelo (por suerte la tierra estaba blanda y amortiguó el golpe). No pasa nada, pensé al levantarme, y proseguí con más cuidado, pero volví a tropezar y esta vez el golpe fue más fuerte.
Luego, todo negro. Tardé un poco en abrir los ojos. Cuando los abrí, tampoco lograba ver nada. Tanteé el suelo, muy duro, sobresalía un pedazo de metal, y otro un poco más allá. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba de pie: seguramente había caído sentada y me incorporé en algún momento. Toqué la pared rocosa. Estaba muy desorientada, había ahora un poco de luz pero no supe de dónde venía… Hasta que miré hacia arriba, y me di cuenta de que entraba por un hoyo redondo, que se hallaba a unos cinco metros de altura. Había caído en un hueco profundo, estaba rodeada de tierra, los pedazos de metal eran vigas que sobresalían, unas más que otras, de todo el diámetro de aquel pozo horrible. Olía a humedad. Era como una pesadilla.
Cuánto tiempo pasará hasta que me encuentren aquí, pensé, notando al mismo tiempo lo lejos que se escuchaba la música. Aunque gritara, nadie me escucharía. Estaba a cinco metros bajo tierra, como si hubiese despertado, de repente, en una tumba. No, por suerte veía la superficie: podía salir de allí. Iba a salir de allí. No debía gastar energía ni pensando ni gritando.
Respiré profundo, no sentía dolor alguno. Volví a tantear y toqué una viga un poco más arriba de mi cabeza. Busqué otra con el pie y me apoyé en ella, impulsándome a la vez con el brazo y buscando otro asidero con la mano que quedaba libre. Era como escalar. Y recordé las veces en que, durante mi adolescencia, había subido por las “paredes escaladoras” que colocaban en las ferias y verbenas del colegio. Seguí subiendo, cada vez con más dificultad porque los músculos se iban cansando y dolían, si no encontraba una viga cerca tenía que sujetarme mucho más arriba e impulsarme o apoyar los pies en alguna hendidura muy leve, lo cual hacía la tarea más difícil. Cuando sentía que mis brazos no daban más, me entraba una fuerza que no tenía, una fuerza sobrehumana, y seguía subiendo, pausadamente, pero con seguridad. Tenía que salir.
Ya casi estaba llegando, traté de subir más rápido. Fue un error. Un movimiento en falso y volví a caer a la profundidad del pozo. Me sentí frustrada e impotente, pero decidí comenzar de nuevo, era como una metáfora de la vida, un caer y ascender perpetuamente. Me había golpeado otra vez, pero la adrenalina, el instinto de supervivencia, me impedían sentir dolor. La ropa se me enganchaba en las vigas, pero al impulsarme con fuerza cedía, se rasgaba. No me iba a detener.
Por fin llegué arriba, con más dificultad que antes. Con miedo, me senté al borde del pozo. Tenía que esperar a calmarme un poco, a dejar de temblar, para no volver a caer. Respiré. Fue casi absurdo, pero miré las estrellas, como en un instante eterno, místico, en una gratitud por sentir la brisa fría, por estar allí.
Finalmente rodé por el suelo y me incorporé más adelante, llena de barro y algunos yerbajos. Caminé hasta la bajada de tierra que llevaba al sitio de reunión, se veía la luz y la gente bailando, y me quedé allí, sentada en el suelo. Así estuve un rato, como en blanco, pero con una intensa sensación de bienestar, de brillo.
Una muchacha que ya había visto en la fiesta pasó a mi lado. Le quise buscar conversación. Sólo vine a caminar un poco, me dijo. Le pedí que por favor se sentara a mi lado y ella lo hizo. Me inspiró confianza. Le dije, casi riéndome, no vas a creer lo que acaba de pasarme…. Ella escuchó, tranquila, y agradecí que no pensara que estaba loca o drogada (si es que lo pensaba, al menos no daba muestras de ello).
Ella era pálida, parecía casi una niña y me tranquilizaba con una voz suave. Ya pasó, ya saliste, repitió varias veces, aunque yo no estuviese asustada o nerviosa. No sé por cuánto tiempo conversamos, pero el volver a oír a lo lejos la salsa (…huye que te coge la muerte), además de causarme un poco de gracia, me hizo acordarme de Ernesto, de Camilo y de todos los demás. Seguro se habían olvidado de mí en medio de la borrachera. Pero ya estaba amaneciendo y la gente se aproximaba. Era hora de irse a casa.
Volteé a mi izquierda y noté que había gente en el sitio donde había caído horas atrás. Entonces mi amiga me extendió la mano, y me fui caminando con ella mientras los invitados trataban de sacar mi cuerpo de aquél horrible pozo.


Cristina Gálvez Martos (Caracas, Venezuela, 1987). Escritora e poetisa, colunista da Revista Philos e Licenciada em Letras pela Universidade Central da Venezuela. Participou de diversas antologias poéticas editadas na Venezuela, Porto Rico, Argentina e Reino Unido. Fez parte de diversas oficinas de criação literária, entre elas a coordenada pelo poeta venezuelano Armando Rojas Guardia. Entre os anos de 2013 a 2015 se dedicou às oficinas da Casa de las Letras Andrés Bello, promovendo cursos literários, de ortografia, redação e interpretação de textos. Estudia Diplomado en Gestión Cultural en Fundación Itaú.

Publicado por:Cristina Gálvez Martos

Cristina Gálvez Martos (Venezuela/Uruguay, 1987). Caraqueña. Lic. en Letras por la UCV. y profesora de inglés-. Escribo, sobre todo poesía y ensayo. Traduzco poemas del inglés al español. Obras publicadas: Psicopompa (Monte Ávila Editores, 2015), Bicorne (Casa de las Letras Andrés Bello, 2016), Fauna de Cal (Casa de los Escritores del Uruguay, 2020).

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