Es una noche caliente y bochornosa en la ciudad de Jucuapa. La televisión está encendida con el volumen al máximo para que Estela pueda ver la telenovela desde la cocina mientras lava los trastes. Juanito está con la cara pegada a la tele. Se queda así hasta que acaba. Acostado en el sofá, frotándose la almohada contra sus partes, magnetizado por las brasileñas semidesnudas.
La pareja administra una panadería juntos. El establecimiento, que algún día fue el más grande de Jucuapa, fue decayendo año con año, después de la muerte de don Alberto. Al contrario que su padre, Juanito no siente ninguna pasión por lo que hace. Los clientes lo hacen enojar, el olor del pan le da asco, las quemaduras en los brazos demuestran que ni siquiera con los años aprendió la manera de usar el horno. Se alimenta básicamente de quesadillas y pupusas. Pero, a pesar de todo, sabe que además de la panadería y de la mujer no tiene nada. En cambio, Estela siente mucha simpatía por la clientela. No es raro que reciba flores de algún cliente que se dice satisfecho con la calidad del pan o con el servicio. Intentando probar la existencia del pecado de traición por parte de la esposa, Juanito instaló cámaras de seguridad en la panadería. Pasaba el día en la oficina espiando a su mujer, mientras empacaba pequeños paquetes de monedas en la magnífica cantidad de un dólar, lo que, según él, era la actividad contable de la empresa. Sin amigos ni otra compañía, fue adquiriendo la rutina de quedarse en casa mientras la mujer estaba en casa, de ir a la iglesia cuando ella iba a la iglesia. No soporta la misa. El padre habla cosas sin sentido durante horas, mientras los fieles, oliendo a naftalina, responden amén.
Cuando la telenovela termina, Juanito se levanta y toma el control remoto para apagar la televisión. Pero un anuncio del noticiero llama su atención:
Por quinto año consecutivo, El Salvador lidera la lista de países más violentos del mundo. La noticia es vieja. Pero la novedad es que el número de homicidios ha hecho surgir un nuevo negocio que prospera con los asesinatos: la producción de ataúdes.
De la cocina la mujer se va directo hacia el cuarto, esperando a que el marido la siga como de costumbre. Sin embargo, Juanito, entretenido, sólo se mueve para rascarse las partes. El reportaje mostraba a personas que habían creado pequeños talleres de ataúdes para enterrar a sus propios familiares y conocidos, víctimas de la guerra a las drogas y de las facciones criminales del país. Incluso cobrando lo mínimo, su principal medio de sustento empezó a ser la venta de ataúdes. Aquello fue como una chispa en su cabeza. Estaba en el lugar perfecto. Jucuapa tenía, en abundancia, las dos materias primas: la madera y los muertos.
No podía dejar de pensar en cómo ese negocio podría cambiar su vida. No que tuviera talento para la carpintería ni nada por el estilo. Eso lo tendría que aprender. Pero, sobre todo, porque la muerte nunca lo asustó. De hecho, antes de casarse, veía muchos documentales y programas de investigaciones criminales, que luego fueron prohibidos y sustituídos por las telenovelas. Pero hasta ahora sus conocimientos en el área son dignos de un perito. Sabe, por ejemplo, que uno de los primeros fenómenos que le sucede a un cuerpo cuando pierde la vida es la midriasis, la neblina que se forma sobre los ojos del difunto. Sabe también que una de las maneras de calcular el tiempo de la muerte de una persona es a través de la temperatura del cuerpo, que se enfría un promedio de 0.5º a 1ºC por hora. Y que para medirla se debe perforar la región del hígado, la última parte del cuerpo a enfriarse.
Sin conseguir pegar el ojo ni un segundo, Juanito decidió comenzar al día siguiente el emprendimiento. Le diría a su mujer que había quedado muy afectado por la muerte del sobrino del vecino y que haría con sus propias manos un ataud para homenajear al niño.
Todos se quedaron sorprendidos, y al mismo tiempo, muy impresionados de la generosidad de Juanito. La urna, adornada con esmero y barnizada, llamó la atención de la gente durante el velorio. “Parece de gente rica”. “¡Muy bonito!”, decían.
Tal y como esperaba, la mujer del vecino estaba muy agradecida y le decía a todos: “Fue el licenciado Juan Enrico el que nos regaló ese lindo ataud”. De manera muy astuta, el día anterior él había preparado un montón de tarjetas de presentación, por si fuera necesario. Y resultó que sí. A cada persona que lo saludaba y lo felicitaba por la belleza del cajón, él le respondía con un abrazo y completaba: “No es nada, solamente cumplí con la voluntad de Dios. Él vino a mí y me dijo ‘hijo, tu misión es construir la última morada de tus hermanos’. Aunque ame mi oficio de panadero, herencia de mi padre, yo no podía negarme al llamado de nuestro Padre más grande. Espero que no necesite de mis servicios nunca. Pero por si acaso le dejo aquí mi tarjeta”. Iniciaba de esta manera su nuevo negocio, Muebles para el Reposo Eterno.
La misa empezó a ser un evento estratégico, pues era ahí donde circulaban las noticias sobre quién había muerto, quién estaba metido en el crimen, quién estaba enfermo, etc. Además de eso, Juanito empezó a donar pan a la iglesia, creando una alianza con el padre. Una recomendación de él y ¡ya está!, otro ataud.
Jucuapa adquirió fama de ser la ciudad de los ataúdes. Había demasiada gente en el ramo. Pero todavía eran, en su mayoría, humildes carpinteros con pudor en hacer lucrativa la actividad. Empezó entonces a ofrecer lo que la competencia no ofrecía. Ataúdes a medida para personas altas, chaparras, niños, gordos. Ataúdes con las iniciales de la familia talladas. Ataúdes pintados con los colores del equipo favorito para los difuntos fanáticos. Ataúdes ecológicos hechos con madera de reforestación para el público ambientalista. Inscripción de oraciones católicas en la madera, letras de la música favorita del fallecido. Y hasta poesía.
La vena comercial de Juanito se sofisticaba cada vez más. Y el negocio prosperaba a simple vista. A esta altura ya había abandonado por completo la panadería, dejándola a cargo de la mujer. En El Salvador, el negocio de los ataúdes es más seguro. Pero el lucro todavía era tímido para sus ambiciones.
Entonces se le ocurrió un plan: ofrecer a la facción criminal Mara Salvatrucha un plan de asistencia funeraria. De este modo, se aseguraría una gran clientela, de manera fija y permanente. Hizo presupuestos para el servicio de acuerdo con el nivel jerárquico del cliente difunto. Previó el porcentaje de intercambio y las condiciones de pago, al contado y pre-fechado. Preparó una presentación en diapositivas y un contrato. Listo, sólo faltaba reunirse con el jefe de la facción para cerrar el negocio. Pero luego se dio cuenta de que no conocía a nadie que tuviera una posición interesante en el ramo. Sólo se acordó de un sobrino que había estado preso porque lo agarraron vendiendo cocaína para la organización criminal. Fue al teléfono y llamó a su hermana, madre del muchacho. La hermana, orgullosa, le dijo que el chico, después de haber salido de la cárcel, había encontrado a Dios. Y que ahora trabajaba como orador junior de la iglesia evangélica. Allá fue, a buscar al muchacho.
– ¡Gustavo! ¿Qué andas haciendo aquí con esa ropa de mariquita? Escucha, quiero pedirte un favor. Necesito que me contactes con alguien de alto nivel criminal, con el jefe de la Mara Salvatrucha.
– Tío, por la gracia del Señor yo encontré a Cristo. Y hoy soy un hombre bendecido. Jesucristo intercedió en mi vida.
– Cincuenta dólares para que me lleves con el mero mero.
-Tío, mi vida hoy es servir a Dios orando por
– Doscientos dólares al contado ahora.
– No conozco al mero mero. No sé quién es. Pero puedo llevarte con mi ex-jefe, el subgerente de San Judas. ¿Te sirve?
Con una carpeta y una laptop debajo del brazo, Juanito subió, en compañía de su sobrino, al local clandestino. Media hora después ya iba bajando, sin la laptop, pero con el acuerdo firmado. Amedrentado y muy desconfiado por haber perdido la computadora, le gritó todas las injurias e insultos a su sobrino, que no tenía la culpa pero era la única persona con quien podía lamentar la situación.
Para sorpresa de los dos, la semana siguiente un mensajero llegó a Jucuapa para traerle un pedido a Juanito. Ataúdes simples al por mayor para los soldados de la facción muertos en una confrontación con la policía en la ciudad de Soyapango. El pago era por anticipado, en efectivo. Juanito no lo podía creer. Su plan había resultado. Un buen pedido. Contento con el primer pedido, terminó los ataúdes con un regalo, talló las iniciales de la facción, MS13, en la esquina de cada uno de ellos. Eso fue como la cereza del pastel. La noticia se esparció entre todos los dealers de la ciudad y llegó rápidamente a la cúpula de la facción.
La alianza se consolidó, y con ella llegó un pequeño añadido al servicio. En lugar de ataúdes vacíos, ya vendrían llenos de fábrica directo al cementerio, o sea, sin necesidad de un cuerpo dentro.
– ¿Pero cómo? – le preguntó Juanito a su interlocutor de la mafia.
– Es que necesitamos guardar algunos pedidos muy importantes, señor – contestó el portavoz.
Desde el principio era bastante obvia la servidumbre del ambicioso emprendedor de ataúdes a los intereses de la Mara Salvatrucha. Fue así que nuestro amigo Juanito empezó a traficar armas, dinero y cocaína dentro de sus urnas funerarias.
Las sepulturas funcionaban como escondites estratégicos y las invasiones a las supuestas cuevas de miserables en cementerios pequeños de la provincia no llamaban la atención de nadie. Ni de la policía, menos aún de la prensa.
En poco tiempo Juanito ya no era Juanito, sino Juan Enrico. La gente lo trataba con distinción y admiración. Tenía sucursales en varias ciudades. Para aumentar los negocios decidió mudarse a la capital. Con la autoestima elevada, quiso romper con la mujer. Fue entonces a Jucuapa a pedirle el divorcio, sin ninguna justificación. Estela aceptó de inmediato, no dudó ni por un segundo. Pero para que no hubiera litigio en la separación, puso una condición:
– ¡Quiero mi parte! ¿Tú crees que no sé que andas metido con el crimen? Es dinero sucio, pero yo quiero lo que me toca.
Respirando hondo, dio un paso al frente, se bajó los lentes y respondió:
– ¡Cállate, hija de puta! Y si dices algo más te quito la panadería y después vengo aquí para meterte bajo tierra. No te preocupes por el velorio, que es por cuenta de la casa.
Salió de ahí con la certeza de que nunca volvería a ver a esa mujer, ni a ese barrio de gente precaria.
Brazo derecho de los meganarcotraficantes, Juanito llevaba ahora una vida de excesos: whisky, drogas, prostitutas, vacaciones en Bahamas, Islas Cayman, Miami. Pero junto con los privilegios vino la inseguridad. Empezó a vivir rodeado de guardaespaldas, que lo protegían las 24 horas.
Una mañana, luego de una noche pervertida, se despertó con sobresalto por el alarde irritante del timbre, seguido de golpes insistentes en la puerta. Atarantado y todavía un poco borracho, salió de la cama, torpe pero teniendo cuidado de no despertar a las dos doncellas que estaban desparramadas en la cama.
– ¡Carajo! ¿Qué pasa?
– Señor, hay un hombre ahí afuera, dice que es oficial de justicia. Trae un papel que sólo usted puede recibir. Tiene que entregarlo en sus manos. Si no es hoy, va a regresar otro día.
Se amarró el lazo de la bata, se puso las pantuflas, se acomodó el cabello ralo y fue a la puerta.
– ¿El señor Juan Enrico González?
– El mismo. ¿A qué debo la honra?
– Le traigo un pedido de comparecencia ante la audiencia por la solicitud de divorcio litigoso por parte de la señora Estela Maria González en el Tribunal Regional de Jucuapa.
– Discúlpeme, pero que esa señora se vaya a la chingada.
– ¿Está usted consciente de que la no comparecencia ante la audiencia implica automáticamente el acuerdo para la separación con división igualitaria de bienes? ¿Y bajo pena de investigación judicial de las propiedades de los dos involucrados?
Enojadísimo por la audiencia a la que se veía obligado a comparecer, llegado el día, Juanito hizo una maleta de mano, le dio el día libre al guardaespaldas y se fue a Jucuapa.
El tiempo había castigado a la mujer. Estela estaba envejecida, con arrugas y marcas de expresión intensas en la piel gastada por el sol. Juanito había rejuvenecido, mantenía una buena forma física. Pero tampoco estaba guapo, la fortuna fácil lleva a la vulgaridad.
Sus miradas se cruzaron por primera vez después de siete años, ahí en el pasillo del foro. En un primer momento, no había rabia en aquel intercambio de miradas. Solamente reconocimiento, y quizá hasta un extraño sentimiento de nostalgia.
Puertas adentro, todo cambió. Era el uno contra el otro. La mujer simplemente reivindicaba su derecho a participar de los bienes que el marido construyó mientras todavía eran cónyuges. Juanito estaba aprehensivo. Sabía que Estela lo tenía en sus manos. Sin acuerdo, sería investigado. Instruído por su abogado, optó por pedir recurso en la segunda instancia.
– De nada sirve huir, Juan. Te agarro en la próxima – le susurró Estela al oído cuando salían de la audiencia.
Juanito hubiera querido responderle algo bien indecente a la mujer en ese momento. Pero, delante de los abogados y del juez, sonrió diplomáticamente y, cuando llegó el elevador, le cedió el paso a su ex-mujer.
– Señora, por favor.
Ya solo en el pasillo explotó de rabia. ¡Carajo! ¡País de mierda! ¡Justicia de la chingada! El celular vibró. Era una de sus perras haciéndole una llamada de video. Era todo lo que necesitaba. La muchacha se pasaba el celular por el cuerpo, haciendo close up en las partes más íntimas. Juanito comenzaba a relajarse.
– Oohhh delicioso. Más para abajo, más para abajo. Aahh. ¡Ahora quiero tetitas!
Esas fueron las últimas palabras de la vida de Juanito. Sin mirar al lado, sin darse cuenta de que la puerta del elevador se había abierto sin que estuviera ahí, Juanito cayó desde el noveno piso. En el fondo del pozo, aplastado por el elevador que, trágicamente, había llegado atrasado, su cuerpo fue transformado en una masa deforme. Antes de que salieran del edificio, el abogado y la ex-mujer fueron informados del trágico y absurdo acontecimiento.
Como única pariente y única requirente, Estela fue responsable de los trámites funerarios. Segura de que su marido había sido seducido por el demonio desde el inicio de su negocio de ataúdes, escogió la cremación. En cuanto a Muebles Reposo Eterno, la mafia Salvatrucha finiquitó todas sus unidades. No sobró ni una astilla de madera para contar la historia.


Maiara Líbano (Rio de Janeiro, Brasil). Es escritora y directora de cine. Actualmente, es productora y guionista del programa de literatura “Trilha de Letras”, de TV Brasil. Publicó varios cuentos en antologías literarias y está terminando de escribir su primer libro.

Publicado por:Philos

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