Tus ojos vieron mi cuerpo en gestación: todo estaba ya escrito en tu libro; todos mis días se estaban diseñando, aunque no existía uno solo de ellos. Salmos 139:16
1
Nada de este mundo te prepara para lo que sucede en aquella tarde convaleciente y, por consiguiente, en todas las otras. Como en un inquietante frenesí de irreconciliables choques del alma, tus ojos palpitan impasibles ante las bocas ensanchadas por los hórridos gritos de aquellas mujeres de blanco. Hay doce de ellas. Casi puedes sentir la presión de las huecas porras negras chasqueando contra sus abismados cuerpos como avalanchas de descomunales suplicios. Escuchas como el herrumbroso ruido de cada partícula de arena roza con severa menudencia bajo las convulsas piernas de cada uno de los cuerpos, mientras Ellos los arrastran por la Avenida del Puerto hasta la puerta ya abierta de aquel ómnibus azul cian. ¡Suéltame, coño!, ¡abajo la dictadura!, ¡abajo la dictadura!, desgañitan ellas a todo pulmón, a la medida que sus robustos brazos de ébano intentan resistir en desavenida lucha a la circundante fuerza de los policías que las someten—la avenida está inundada de gente, pero nadie parece escucharlas, todos fingen no escucharlas; incluso tú. Estás en el lugar errado, en el momento errado, diría la gente. Pero eso no importa más, ya has visto aquello que no se supone que debías ver. Y, por breves instantes, la abrumadora y abrupta realidad presenciada bajo la luz de aquella abrasadora tarde de julio te hace perder el aliento. Ellos las llevan. Tú las ves alejándose como polvo en vendaval de verano.
2
La realidad se deshace en cuatro minutos, no más que eso, y ahora se cierne en lo eterno de la historia humana.
3
Recuerdas el día en que Ellos entraron en la casa de tu hermano y se lo llevaron preso por poseer y compartir con los alumnos sus libros favoritos de Vargas Llosa. Piensas en los aborrecedores discursos del último Congreso del Partido transmitidos por los seis y únicos canales de la televisión estatal. Piensas en la última vez que tu familia se permitió comprar medio kilogramo de carne, en el refrigerador vacío, en la imperecedera ausencia de la aspirina en las farmacias, en los hijos de tus vecinos que emigraron del oriente del país a la capital y que ahora son tratados como ciudadanos ilegales y se les prohíbe entrar en las escuelas. Escalofríos se apoderan de tu cuerpo lentamente mientras caminas en la dirección opuesta a los acontecimientos. Tú no perteneces a ti misma. Te sientes enferma. Estás realmente enferma. Te imaginas haciendo tu vida en un lugar mejor, lejos de toda aquella represión y miseria que te extenúa en cuerpo y alma. Tú, entonces, decides emigrar.
4
Miras hacia arriba, la clemencia celestial de un día tórrido comienza a dar paso a una decadencia majestuosa, un amarillo descolorido cae sobre esa tierra como un velo que protege de la mutabilidad a todos los edificios descascarados, a todos los cuerpos de espíritu dilacerado que vagan de un lado a otro. Tú vagas de un lado a otro. Decides sentarte ora al este, ora al oeste del ingente muro que separa al mar de la ciudad. Buscas en las olas que rebotan en la orilla algo que te lleve de allí, una lata de Coca-Cola, un paquete de Cheetos que emerja de la espuma blanca, resquicios de otras vidas. Pero ese día, todo está limpio, terriblemente limpio. El mar esmeralda te pone a devanear.
Y así mis ojos te abandonan,
tierra mia,
sin haber besado tu vientre
como besa el sol
a la perfilada pradera
que sosiega a tus piés,
sin haber tocado el último
helecho de esperanzas que
presagiaba la tácita brisa
sobre tus majestuosas palmeras,
sin haber aprendido a volar
certero, fugaz, voraz,
sobre estos cielos de anhelos y dichas
que hacen de ti un vergel de inexpugnables
paraísos.
Hoy me destierra de ti
el mustio destino
que me abate y que derrama
en mis manos la cruda ausencia
de tus inertes soles,
pero de ti me llevo todo,
tierra mia,
porque tú y yo
somos lo mismo.
5
Sabes poco de este nuevo lugar, sólo que la economía es mucho mejor que la tuya y que todas las demás que fueron posibles para ti, una mujer del calor tropical. No hablas el idioma, sólo sabes de esta cultura lo que los filtros de los censores del Partido permitieron en tu tierra natal. Recuerdas las telenovelas que seguiste en la televisión estatal sobre este país. Mucho sol, mucha playa y mucha música. Eres empujada, sin embargo, cada vez más al sur. Te encuentras en una ciudad fría y gris, algo hedionda y descuidada. Una ciudad bastante diferente a las que se presentan en las telenovelas. Has oído que en algunos meses hace un calor insoportable, más insoportable que el frío. Aún así, es una nueva vida, piensas.
6
El cuarto de estación de autobuses que alquilaste transpira por las paredes. La humedad es insoportable, y el bajo techo hace que parezca que estás en medio de una selva tropical. Parece que te aplastará, que juntará tu cabeza a tus piés, que serás molida como carne de ganado, deforestada. Tu olor se mezcla con los hedores que surgen de las calles y con los vestigios de vidas pasadas allí, entrañados en los muebles baratos, que insisten en encontrarte, hedores adheridos a tu ropa y a tu cabello, a pesar del baño que acabas de tomar. Pero eso no es todo lo que está marcandote. En el baño, te frotas la cara y las lágrimas negras te manchan las mejillas. Tu boca está roja y no sabes si es por cuenta de tu lápiz labial habitual o por no parar de enjabonarla. Con una lufa vegetal, restriegas tu vulva como esponja de acero en viejas ollas, tratando de deshacerte de los restos de grasa que se han acumulado a lo largo de los años, restos de semen de hombres que no te gustan. Algunas heridas ya rompen la piel de la vagina. Sólo un poco más, piensas. Estás pagando un curso técnico de enfermería. Sólo necesitarías unos tres semestres más—y luego, claro, acabaría todo el tormento.
7
Él aparece en tu cuarto del edificio Solar sin avisar. Eres despertada por el estridente e incesante golpeteo en tu puerta—como el resto de las residentes, probablemente. ¡Sé que estás ahí! ¿No me vas a abrir la puerta?, grita él en tono irónico, seguido de ligeras carcajadas, con la voz ronca de un fumador tuberculoso que casi parece tener dos máquinas de mezclar cemento como pulmones. Te pones cualquier ropa y te apresuras a abrir la puerta; no porque te importara hacerle esperar, sino por procurar parar de una vez por todas ese humillante e incómodo ruido.
Ahí está él. Lleva una camisa Polo de color verde-lima y una desgastada chaqueta de cuero negra que resalta su obeso cuerpo. Su cara larga y cuadrada de pómulos prominentes y nariz achatada está llena de túrgidas cicatrices que aluden a un crudo acné del pasado. Y bien, ¿qué es lo que quieres?, dices en voz baja, escondiendo parte de tu cuerpo detrás de la puerta. Sin embargo, ya sabes lo que él quiere. Quiere exactamente lo mismo que las últimas dos ocasiones. Quiere lo mismo que todos tus otros visitantes quieren. Súbitamente, en un abrir y cerrar de ojos, él se inclina hacia adelante y en un fatídico gesto empuja la puerta con el hombro. ¡¿Pero qué es eso?!, gritas tú. ¿Ni siquiera me saludas con un besito, muchacha? Dice él, riendo, mientras te quedas quieta en la puerta; paralizada. Hoy te quiero a ti, él dice, Hice un dinero en una riña de gallos, ¿puedes creerlo? Él ríe. Tú no. No estoy trabajando, tú dices. Él ignora. Él patea la puerta que se cierra detrás de ti y pone sus grandes y rígidas manos en tu cara. Sus manos cubren tu cara casi completamente y comienza a faltarte el aire. Él intenta besarte y tú cierras la boca, y cuando intentas gritar él te da una bofetada tan fuerte que paraliza completamente el lado izquierdo de tu desdichado rostro. Lágrimas gotean por tus rojizas mejillas. Él te arroja en el sofá. Los negros y marchitos ojos del hombre crecen incesantes ante tu estupor. Y aún con sus manos en tu cara, toda la inmensidad de su cuerpo cae sobre ti. Tú ya no consigues moverte.
8
Reminiscentes memorias de la cuadrada, sudada y repugnante cara del invasor aún te persiguen en las noites.
9
En una tarde de junio regresas al Café Cantante con la esperanza de encontrarla. Ha pasado un mes desde la última vez que estuviste con ella. Todavía puedes recordar con prolija clareza su sonrisa, su cabello encaracolado, el suave beso que dejó tus labios. Recuerdas esa tácita mañana de domingo en la que se acercó a ti. Esa ocasión en la que, por primera vez en meses, te sentiste cómoda con alguien para contar sobre tu turbulento pasado, tu trabajo, e incluso lo que estabas pasando. Casi fuiste feliz con ella. Esperabas que ella te preguntase apenas cosas como ¿cuántos clientes has tenido en un día? O, ¿cuál es el tamaño promedio del pene del hombre local? O, ¿en qué pensabas cuando fingías un orgasmo? Pero en vez de eso, ella preguntó, delicadamente, si alguna vez habías sufrido algún abuso sexual en tu vida. Lo habías sufrido, dos días antes. Ella te atrapó totalmente desprevenida. ¿Cómo se puede responder a esa pregunta honestamente sin perder el control y sin dejar escapar el mar de penurias que se había acumulado durante las noches en el sótano de los tormentos de otrora? Tú deseabas haber dicho la verdad, pero tenías demasiado miedo. Estabas demasiado comprometida con tu máscara. Respondiste con alguna evasiva broma de mierda y eso fue todo. Minutos más tarde, el café se acabó, la conversación se agotó, y ambas se despidieron. Podrías haber dicho algo. Podrías haber respondido: sí, yo fui violada. Podrías haberle pedido que se quedara y te abrazara. Podrías haber tocado la parte de atrás de su nuca, sentir su cabello en tus manos. Pero tú sólo sonreíste y ondeaste tu mano izquierda mientras mirabas como ella tomaba un taxi y se alejaba lentamente del café, de ti, de tu gran mentira, de tu soledad. Bebes una cerveza y te vas. Esta vez, nadie aparece.
10
La menstruación no te frecuenta hace dos meses. Mientras caminas por el centro, primero sin motivo y luego en busca de una farmacia, en la calle de los anticuarios, donde te encuentras, algo parece perseguirte. Quieres huir, a pasos apresurados desvias la mirada de la vitrina. Es inútil. Ella está en la tienda de al lado y en la siguiente. Esos ojos vidriados que nunca parpadean, la piel de porcelana blanca, fantasmagórica, es diferente a la tuya, pero el lápiz labial rojo es como el que intentas eliminar todas las noches en el baño. Ella tiene apenas un brazo que se extiende en tu dirección, y el vestido bordado de cuentas, floreado y de encaje con volantes no esconde las piernas abiertas. Tú piensas que ella es una violada como tú. Ella eres tú, y grita mami, pero no te encara. Sus lúridos ojos parecen encarcelar almas de siglos. Tú sales corriendo. Al final de la sórdida calle hay una farmacia. Entras afanada, endeble, y la atendiente te encara con sospecha. El idioma que tú hablas la confunde. Le pides una prueba de embarazo, y ella no entiende lo que quieres decir. Ella cree que estás haciendo una enorme confusión, y por su mirada sabes que no te quiere aquí, en este país. Después de una danza muda de gestos, por fin consigues el maldito examen y vuelves a tu cuarto de la estación de autobuses.
11
Te sientas en el vaso sanitario, pero no puedes orinar. El líquido amarillo está atrapado dentro de ti, a un paso de salir, pero la uretra pertinaz se niega a permitir su pasaje. Estás tensa y decides beber un poco de agua. Te sientes sola, tus pocas amigas están en la misma o en peor situación que tú. Cogitas quién podría ayudarte, pero sólo puedes pensar en ella, la chica del beso suave. Lloras, pero no demasiado, pues necesitas agua para orinar. Vuelves al baño. Estás en una casa oscura y bailas toda la noche con el chico que te gusta, él habla de cosas como hacer la revolución. Quiere un hijo. Tú sólo quieres bailar y bailar hasta el amanecer. Tu cuerpo está todo sudado, tan sudado como la pequeña y escuálida habitación de la estación de autobuses, con la diferencia de que estás feliz, viva, emocionada por el futuro. A través de las ventanas vienen los gritos de los hombres, sales para ver lo que está pasando. El chorro caliente sale de ti y encuentra la superficie helada del inodoro haciendo un ruido punzante que te hace sentir incómoda. Ciertamente tu vecina escucha a través de las delgadas paredes. Te apoyas en la pared enjuta, te gustaría derretirte junto al calor del ambiente, volverte agua y evaporarte. Miras el trozo de cinta que tienes delante. Dos rayas. Positivo.
12
¿Cómo explicas lo que sucedió? El oficial que te recibe fue una vez tu cliente. Casado, con tres hijos, un hombre derecho; en tu cama algunas veces. Tu cuentas, detalle por detalle. ¿Tu conocido?, él pregunta. Dices que sí, así es. ¿Cómo puedes garantizar que haya sido en esta ocasión que te quedaste embarazada?, él cuestiona. Tú aún tratas de explicar. Él deja salir una ignominiosa carcajada y te envía a casa. Antes de eso, recomienda que busques un centro de salud. Sales de la estación de policía y miras al cielo. Echas de menos el cielo de La Isla por primera vez en mucho tiempo. Echas de menos al amarillo. No hay amarillo aquí, no hay edificios descascarados. Aquí hay edificios altos y modernos, el cielo es gris y de manera alguna puedes aliviar la agonía que se despeña ásperamente sobre tu corazón como prensa de hierro.
13
Ya no soportas mirar la cara de la obstetra. Te quejas del dolor, no deseas nada de eso, la cosa. Tu doctora aún no lo entiende. Mamá, vamos a hacer una batería de exámenes para ver si todo va bien con su bebé, dice. Usted realizará un análisis de sangre, un ultrasonido transvaginal, análisis de orina y de heces, ella explica. Tú dices que no puedes tener la cosa, dices que vives en un cuarto de la estación de autobuses, que te acuestas con varios hombres, finalmente dices que has sido violada, y las lágrimas corren involuntariamente. La doctora te mira atónita, y su rostro, poco a poco, se transfigura. Ella parece transpirar azufre, y esa miel del comienzo de la conversación se va a la basura. Con la boca enmarañada, pregunta: ¿Quieres dinero fácil? Ahora aguanta, dice. Sales de la consulta peor de lo que entraste.
Ruedas la ciudad con fuertes dolores en la pelvis, estás perdida y sin dinero para el autobús. Ya no sabes dónde está la estación de autobuses, puede que hayas pasado por delante del edificio azul grisáceo del Solar unas tres veces, pero no has notado el familiar graffiti. O pré-sal é nosso e as ruas falam, es lo que está escrito. Tú flotas hacia el interior del edificio cuando una mujer grita tu nombre. Es la conserje, también prostituta. ¿Estás bien, muchacha?, ella pregunta. Escuchas sus palabras, aunque no tengan ningún sentido. Balanceas la cabeza y subes.
14
Estás tendida en el suelo, sudando, un líquido caliente y grasiento con olor a hierro forma un charco a tu alrededor. Parpadeas unas cuantas veces hasta identificar con tus resecos ojos de qué se trata. Primero, te asustas. Luego, crees que vas a abortar. Te pones feliz, agudamente feliz, y corres al armario. Tomas un oxidado y torcido perchero y lo introduces en el canal turgente con fuerza, haciendo movimientos repetitivos; los movimientos del pene invasor. Señor, por favor, dices. Señor, estoy en sus manos, lo sé. Señor, me hiciste dejar mi tierra y aquí estoy, abandonada como siempre. Señor, no me protegiste esa noche, me dejaste sola. Señor, usted sabe lo que hace, no me quejo. Señor, protégeme esta vez, te lo ruego.
La hemorragia aumenta, y antes de apagarte piensas que si Dios viene por ti, no será del todo malo. Te sientes lista, a pesar de los exasperantes dolores en tu abdomen. Todo puede detenerse ahora. Una lánguida melodía viene a ti, un ritmo lento de trompeta y bombo. Pero no se detiene. Estás de vuelta en La Isla, hablando con Joaquín. Se ríen de las peleas de borrachos en la calle. Puedes escuchar su suave voz reconfortandote, y te transportas a una piscina de pelusa roja, donde caes y caes y caes. Todo va a estar bien, guapa, dice él desde arriba. Hasta que oyes siete fuertes silbidos acompañados de un ruido que te deja extrañamente tranquila, y abres los ojos, y ves a Joaquín desnudo, arrodillado contra la pared, esposado y rodeado de siete hombres con rostros ocultos por la oscuridad, cuyas sombras crecen en dirección a ti. Miras tu seno y una flor de loto compuesta por tu piel en la posición del pezón izquierdo se parte, algunos pétalos caen hacia tu vientre y desde el centro de la planta vuela un cuervo que, batiendo sus alas, libera gotas de un líquido blanco que parece ser leche.
15
Te despiertas y los dolores continúan. El sangrado se ha detenido y sientes un escalofrío que recorre tu cuerpo, desde la parte superior de la cabeza hasta las puntas de los pies. Tienes fiebre. El día ya está amaneciendo y te preguntas cómo pudiste dormir con tanto dolor. Decides levantarte, las fuerzas desaparecieron. Apoyándote en los muebles llegas a la puerta y llegas a las escaleras y llegas a la calle y llegas al taxi, y cuando llegas, no llegas. Todo se vuelve negro otra vez.
16
Abres los ojos y todo está terriblemente limpio, como el mar en aquella tarde de despedida en La Isla. Intentas encontrar algo conocido, un mueble desgastado o una lata de Coca-Cola. El rectángulo que te circunda, sin embargo, es completamente blanco y hay un olor estéril en el aire, un olor al que no estás acostumbrada. Tú también vistes de blanco. Las sábanas son blancas, pero una manta felpuda y cuadriculada cubre tu cuerpo. Recuerdas que tienes la cosa en tu vientre. Pasas la mano por tu vientre, pero no hay nada que concluir. Está como mismo lo recordabas. Alguien entra en la habitación con una bata blanca y sabes que estás en desgracia. Podrías ir a la cárcel, dice el hombre. Tú apenas giras la cabeza hacia el otro lado. No te denuncio porque sería aún peor para tu bebé, dice él en el tono amenazador de quien arrancaría tu cabeza si tuviera la oportunidad. Tú sólo suspiras. No es mi bebé, quieres decir, pero no lo haces, y una lágrima silenciosa apenas fluye sin ser notada. Le darán el alta en dos días, si todo va bien, dice el hombre. Tú apenas esbozas concordancia con los músculos de tu boca en una sonrisa triste.
17
Dos meses más pasan entre dolores y sangrados. La vacante que hace poco habías conquistado en un asilo de ancianos es cancelada, pues no se aceptan mujeres embarazadas. ¿Quién sabe después del parto, verdad, mamá?, dice la mujer de Recursos Humanos, Nos quedaremos con tu currículum. Vuelves a la cama con los hombres porque tus ahorros desaparecieron, y nunca ha sido más fácil para ti gritar como ahora. Gritas y los hombres están en éxtasis. Algunos de ellos todavía ofrecen una propina extra por haber inflado su ego de esa manera. Te mueres de dolor. Tus médicos empiezan a sospechar que algo no está bien. Eres submetida a una nueva batería de exámenes, te introducen agujas, tubos, sondas, pasan en ti un gel meloso. Aparentemente, la cosa, o tu bebé, tiene forma de un racimo de uvas. No es una buena señal. Necesita llevar las pruebas inmediatamente al profesional que está haciendo tu prenatal.
18
Tendremos que vaciar la cavidad de su útero, sentencia el médico. Casi quieres sonreír, porque eso es lo que querías desde el principio, pero sabes que sería inapropiado. Él engrosa su voz y te das cuenta de que no sería tan simple. Su embarazo es molar, dice, No sabe lo que eso significa. El doctor tampoco parece estar muy seguro. Pide permiso. Tú asientes. Él se aleja por unos quince minutos, tú apenas miras a la mesa que está frente a ti. Un pequeño marco de fotos rompe la impersonalidad del lugar. El doctor y una mujer alta y rubia sostienen a un bebé en sus brazos. Los dos están sonriendo. Ahí hay algo que sabes que nunca tendrás: sentido de pertenencia. Él regresa, ahora con información más clara. El embrión no tiene tu ADN, lo que le impide seguir desarrollándose como un feto. Si no lo quitamos pronto, podría presentar una malignidad, él advierte, Podría convertirse en un cáncer. Tú no esperarías otra cosa de la cosa.
Ahora vagas por la ciudad. Estás nuevamente vacía, esperando los resultados de la biopsia. Durante el tiempo en que estuviste internada, pocos días, no recibiste visitas. La conserje del Solar llamó para avisarte que está retrasado en el alquiler de tu habitación. Dices que te las arreglarás. ¿De qué manera? Vas a las tiendas de antigüedades. En la ventana, la misma muñeca sigue ahí, con el brazo estirado, sucia, deshonrada, rechazada. Cuentas el dinero en tu bolso, no pagas la mitad del alquiler. Pero tú pagas la muñeca. Compras la muñeca. Coses el brazo de la muñeca. Pintas sus labios descoloridos con un esmalte rojo. Lavas su vestido, arreglas lo que necesita ser arreglado, cepillas su cabello. Sin embargo, no puedes liberar el alma atrapada en sus ojos de cristal azul. Te acuestas en la cama. La muñeca está de tu lado.
19
En las memorias del cuerpo, la tensión de las cuencas desagua en los ríos de estos ojos oscuros. El cuervo ha sembrado en la misteriosa oscuridad una semilla sin raíces. Su ADN perdido en otras tierras impidió la vida. En la isla generadora, dejó un rastro de destrucción.
Jorge C. Carrasco (Havana, Cuba) é um jornalista e escritor, atualmente radicado no Brasil. Já colaborou com revistas como Foreign Policy, The National Interest, The Spectator, Época, e Quillette, entre outras.