Essa semana nós lemos e indicamos a recém-lançada segunda edição do livro “Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos“, de John Berger e editada pela Nórdica Libros. Com tradução de Pilar Vázquez e ilustrações de Leticia Ruifernández, o livro apresenta pela primeira vez as traduções ao espanhol de poemas inéditos do escritor, pintor, poeta e crítico inglês. Um livro que une com lucidez a profundidade do trabalho ensaístico de John Berger sobre a arte com a riqueza emocional de seu trabalho narrativo e poético. Pela primeira vez se serve de seus modos de ver para examinar sua obra, suas emoções, e questiona aspectos transcendentes como as razões que nos levam a amar. As respostas de Berger, misteriosas por sutileza, são esperançosas e necessárias. Em “Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos”, possivelmente sua obra mais íntima, o autor passa em revista uma série de experiências que são tão essenciais e tão familiares – o amor e o tempo, a ausência e a distância dos amores de estação, o apego e o afastamento -, que quase temos esquecido a maneira de como percebê-los em nossa vida.
O prólogo é assinado pelo jornalista galego Manuel Rivas: «toda a obra de John Berger é um laborioso caminho pela incerteza, de ponta-de-pé, sem pisar. E isso permitia que ele visse o imprevisível. O realismo de Berger consistia em ir muito mais além da realidade».
Toda a obra literária de Berger é um testemunho de alguém que contempla um universo que devaneia ante seus olhos, se tratando de uma grande pintura europeia ou da vida dos povos menos favorecidos da Europa rural.
Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos
Cuando abro la cartera
para enseñar el carné
para pagar algo
o para consultar el horario de trenes
te miro.
El polen de la flor
es más viejo que las montañas
Aravis es joven
para ser una montaña.
Los óvulos de la flor
seguirán desgranándose
cuando Aravis, ya vieja,
no sea más que una colina.
La flor en el corazón
de la cartera, la fuerza
de lo que vive en nosotros
y sobrevive a la montaña.
Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos.
When I open my wallet
to show my papers
pay money
or check the time of a train
I look at your face.
The Hower’s pollen
is older than the mountains
Aravis is young
as mountains go.
The Hower’s ovules will
be seeding still when
Aravis then aged is no
more than a hill.
The Hower in the heart’s
wallet, the force
of what lives us outliving
the mountain.
And our faces, my heart, brief as photos.
Érase una vez
El primero fue una liebre. A dos mil metros de altura, en una frontera de montaña. ¿Adónde va?, me preguntó el aduanero francés. A Italia, dije. ¿Por qué no se detuvo?, preguntó. Creí que me hacía señas para que siguiera. Y en ese momento todo quedó olvidado porque una liebre atravesó corriendo la carretera, a diez metros de nosotros. Era una liebre flaca, con unas manchas blancas en sus orejas color humo. Y aunque le iba la vida en ello, no corría mucho. A veces suceden esas cosas.
Un momento después, la liebre volvió a cruzar la carretera, esta vez perseguida por media docena de hombres, quienes, no obstante, corrían mucho menos que ella y, por su aspecto, se diría que acababan de levantarse de la mesa. La liebre se dirigió hacia los riscos y los primeros parches de nieve. A voces, el aduanero daba instrucciones sobre la mejor manera de alcanzarla, y yo puse en marcha el motor y atravesé la frontera.
El siguiente animal fue un gatito. Un gatito enteramente blanco. Pertenecía a una cocina con un suelo desigual, una chimenea, una mesa de madera un tanto estropeada y unas toscas paredes encaladas. Contra las paredes, el gatito era casi invisible, si no fuera por sus ojos oscuros. Cuando volvía la cabeza, desaparecía. Cuando saltaba por el suelo o se subía de un brinco a la mesa, parecía una criatura escapada de las paredes. La manera en la que aparecía y desaparecía le daba la misteriosa intimidad de los diosecillos domésticos. Siempre he pensado que los diosecillos domésticos eran animales. Unas veces visibles, otras invisibles, pero siempre presentes. Cuando me sentaba a la mesa, el gato se subía a mis rodillas. Tenía unos dientes afilados y blancos, tan blancos como su pelo. Y la lengua rosa. Como todos los gatitos, no paraba de jugar: con su propia cola, con las patas de las sillas, con todo lo que encontraba por el suelo. Cuando quería descansar, buscaba algo mullido para echarse. Lo vigilé, fascinado, durante una semana y observé que, siempre que podía, escogía algo blanco: una toalla, un suéter blanco, la cesta de la colada. Luego, con la boca y los ojos cerrados, acurrucado, se volvía invisible, rodeado por las paredes blancas.
Una aldea en las colinas, cerca de Pistoia. El cementerio era rectangular y estaba rodeado por un muro alto con unas puertas de hierro forjado. Por la noche, la mayoría de las tumbas se iluminaban, cada una con su vela. Pero las velas eran eléctricas y se encendían al mismo tiempo que el alumbrado de la calle. Brillaban toda la noche, y había muchas farolas en la aldea. Nada más pasar el cementerio, la carretera giraba bruscamente y de la misma curva salía una carretera sin asfaltar que llevaba a una granja. En esta carretera vi uno de los patos grises.
Ya había visto a toda la familia en varias ocasiones. Solían instalarse entre los matorrales, en una pendiente cubierta de hierba, justo enfrente del cementerio. La primera vez que vi las luces del cementerio al atardecer, reparé en los patos contoneándose de aquí para allá en la hierba verde noche. Una hembra, un macho y unos seis polluelos.
Esta vez, era sólo el macho, quieto, en medio de la carretera, besando el polvo con la cabeza gacha. Tardé como un minuto en darme cuenta de que estaba encaramado sobre la espalda de la hembra, que quedaba totalmente oculta bajo su cuerpo. Una vez, quizá dos, extendió ella las alas, que aparecieron entre las patas del macho, y luego volvió a quedarse inmóvil, en el polvo. Los envites del macho se hicieron más frecuentes. Finalmente, alcanzado el clímax, se dejó caer, y la hembra se hizo visible. Cayó de costado, en la carretera, como abatido por un disparo. Un pequeño saco gris con forma de pájaro, inerte en el polvo, como si estuviera lleno de plomo. Ella miró a su alrededor, se puso en pie, batió las alas, estiró el cuello y se alejó segura de que los polluelos no tardarían en encontrarla.
Una noche paseando por el campo en las cercanías de Prijedor, en Bosnia, vi, bajo unas hojas de hierba, la luz verde ámbar de una luciérnaga solitaria. La cogí y me la puse en el dedo; brillaba como un anillo con un ópalo eléctrico. Conforme me iba acercando a la casa, la competencia de las otras luces se hizo demasiado intensa, y la luciérnaga apagó la suya.
La coloqué en unas hojas sobre la cómoda del dormitorio. Cuando apagué la luz, la luciérnaga volvió a brillar. El espejo del tocador estaba enfrente de la ventana. Si me tumbaba de lado, veía una estrella reflejada en el espejo y debajo, en la cómoda, la luciérnaga. La única diferencia entre las dos era que la luz de la luciérnaga era un poco más verde, más glacial, más lejana.
John Berger nasceu em Londres em 1926 e viveu na França desde 1962. Seus trabalhos abarcaram a pintura, a novela, a arte e a poesia. Mas foi conhecido como um grande mestre da crítica cultural europeia, por deixá-la mais próximo do entendimento das pessoas. Seu momento de maior fama chegou em 1972, quando a emissora pública BBC lhe convidou para ser host da série Modos de ver, que serviu para educar a apreciação de arte de várias gerações em todo o mundo. Nunca deixou de desenhar, de viajar de moto e de escrever poemas. Tido como a voz dos povos mais frágeis, Berger morreu em Paris em janeiro de 2017.