Te he traído este koi. ¿Lo ves? Míralo bien. Ajá, albo como la nieve… Nunca ha vivido en una pecera. Sí, es del tío Funaki. A nosotros no nos tocó el pescado; nada más supe que su viuda se los iba a dar a la señora Kaneko (no solamente los kois, ¿sabes?) para sus gatos, y la serpiente me hizo rogarle. Ajá, me colé por la puerta del jardín, donde la gente de la mudanza entraba y salía y ella se fijaba en los fardos y las cajas, sin hablar. Parecía una chimenea.
La hubieras visto, no se despegaba de esa tonta boquilla y tan temprano ya llevaba un kimono de seda; ese, el de los faisanes. Hasta que al final, justo cuando encendía otro cigarro, me dijo de espalda que si quería, podía llevarme un pez. Lo que yo quería era arrojarla al estanque y que terminara chapoteando con los lirios y los peces liados en su cabeza. Estoy segura de que hubiera caído directo al fondo si la hubiese empujado. La hubieras visto…
Pero lo único que hice fue recostarme del borde a contemplar los puentes, a esperar que la señora terminara porque tenía el único salabardo ocupado. Ella se había sumergido sin mojarse el obi. ¡Ji, ji! Yo ligaba que se resbalara. ¡Claro que se me ocurrió! Lo que pasa es que temía que al regresar con la sacadera nuestra ya no hubiera ni uno solo. Por eso lo vigilaba, porque siempre se mantuvo en la orilla donde yo estuve.
Ay, Keiko… No había ni una sola libélula revoloteando sobre los pétalos. A tu pequeñín lo salvé del gato de Okinawa ese que siempre se la pasa en nuestro tejado. Ajá, en la sombra de la vieja Kaneko y los ojos le destellaban. No, por favor, ya te dije que no me lo preguntes, porque tú sabes bien, igual que toda la familia, que hasta la última está entre los suyos.

Vamos, ¡conténtate! ¡No! ¡El pobre koi no tiene la culpa! No es bueno que golpees su bolsita con tu dedo. Mira ahora, Keiko. Ven acá. Quita esa almohadilla. Te diré lo que me contó la abuela. Nuestro tío empezó a comprar todas esas reliquias que él nos mostró cuando tenía la misma edad que tú tienes. ¡Hum! Apenas con unos mones le compró su primer inró a un anciano que vivía solo en una colina, en una colina desde la que se veía toda la aldea. Decían que estaba loco y que había matado a su esposa.
Pero el tío Funaki no le dio pie a esos rumores y, una clara tarde, según me dijo la abuela, él solito llamó a la casa de este viejo, y como no le respondió, se dirigió a la parte trasera y consiguió al anciano hablando con los crisantemos de su jardín. Desde ese día se hicieron muy buenos amigos y al poco tiempo le “cambió” el mejor inró, el que tenía un kitsune en la tapa (¿lo recuerdas?), por el mon que le quedaba. En cambio, el viejo se lo devolvió y por tres monedas de cobre tuvo un omamori no-sé-qué de cientos de años… Ni me lo preguntes. La abuela nunca me contó por qué tenía tantas.
Sí, es una verdadera pena que una pieza tan antigua y tan bonita ahora pueda estar en algún bazar con otras baratijas. Al menos este koi es un muy buen recuerdo de… Keiko, entre las grietas había un montón de alevines que se escabullían centelleando hacia el lecho, bajo los nenúfares… Pero es que ninguno se vino en la bolsita, ¿eh?
A lo mejor ya mandó a vaciar el estanque… Y pensar ahora que hace unos pocos años casi te ahogas si no fuera sido por… por… ¡Ja! ¡Ahora soy yo la que va a llorar!
Si hubieses estado allí, seguro habrías espantado a ese gato. Lo sé, es que no quería pelearme, no fuera a ser que el Hannya me echase sin traerte aunque sea un pececillo. El gato movía la cola cuando la vieja Kaneko se apresuraba con el salabardo hasta el centro mismo de las aguas. Él estaba listo para saltarle encima a los que entre coletazo y coletazo estuvieron a punto de escaparse. Y… y en la bolsa… en la bolsa que goteaba… se apretujaban los peces. Yo podía oírlos…
¡Ay, el pez! ¡Vamos a pasar toda la mañana hablando y el koi morirá por nuestra culpa! Anda, trae tu pecera. No, esa no, Keiko. Además, está vacía. Más bien pásame la otra, la enorme, la que es redonda ¡Anda! ¡Junto al tibor de la abuela! ¿Cuál más? ¡El único que se ha salvado! ¡Ajá, en el estante! ¡Y cuidado con los escalones!
Bueno, con esto lo mantendremos vivo hasta que padre llegue del trabajo. Sí, así será. Y el sol de esta hora le hace bien si la dejamos abierta. Oh, casi lo olvido. Ven un momento. Mira: También te traje un guijarro. Todavía está verde. Sí, me ensució el bolsillo, pero a quién le importa. Deja que se hunda.
Se ve todo muy bonito, ¿no? La guija resaltando en el fondo y el koi haciendo burbujas en el agua… ¡Contémplalo!
Bah… No me parece que choque contra el cristal. Nada más la está explorando porque… ¡Cuidado! ¡Estate quieta de una vez, Keiko! Mejor vamos a cerrar la ventana y corramos las cortinas, no vaya a ser que el endiablado gato ese ande por el tejado.


Gleiber Alvarez (San Carlos de Austria, 1994). Escritor venezolano residenciado en São Paulo. Licenciado en Educación Mención Castellano y Literatura por la Universidad Nacional Experimental de Los Llanos Occidentales Ezequiel Zamora. Autor de la plaquette Post mortem (Imaginante Editorial, 2018); Decálogo para aspérgeres (Imaginante Editorial, 2018) y de Una guayaba para los gallos (en proceso de edición). Sus cuentos y poemas han sido publicados en plataformas digitales e impresas. Mantiene el blog literario Aburileo.

Publicado por:Philos

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