Bajaba por la Avenida, la luz era tangible, me sostenía a veces, a veces me empapaba de alegría, al fondo el Mar, como una subasta de vertiginosas y alborozadas promesas. El Mar al fondo, sonaba a fiesta de Orillas, confines sin nombre, inquietante el Mar. Y nada tenía nombre. Era insalvable el camino, la luz, y una música que no escuchaba, solo la veía a ambos lados de la Avenida. Una radical impotencia me envolvía en la calma más habitable, que solo la lluvia de marzo con mi infancia en brazos.
Me detuve a pesar mío, el aire hacía cosquillas, no avanzaba, pero La Avenida discurre asombrosamente como un río.
Temblaba, temblaba, y las hojas de los árboles temblaban, y eran pájaros abandonando las ramas, pájaros y hojas se turnaban en las ramas, y mi temblor era un delicioso cosquilleo; incontenible gozo se apoderó de mí, y me tumbé dócilmente en medio de la Avenida, y los árboles me alcanzaban con sus ramas.
Y era imposible saber si amanecía o atardecía, una brisa deliciosa llevaba y traía la luz, en oleadas que parecían burlarse del Mar.
A mis espaldas, todo sucedía simultáneamente, ardían las montañas, sin que la nieve se derritiera, las llamas alcanzaban proporciones apocalípticas pero las contemplaba con auténtica admiración. Eran criaturas fabulosas, fundiéndose sin fin, una visión dramática y adorable.
Ligero, y con una fuerza que me llenaba de ternura, me deslizaba hacia el Mar.
La melancolía de las ventanas que festoneaban La Avenida, daban un aspecto inquietante a los niños que jugaban en el alféizar. Eran niños huérfanos, lo sabía por sus manos de grandes nudillos, por el modo en que cogian las lagartijas de un color esmeralda extraordinario.
Una enorme pobreza, y un cansancio infinito doblaban las calles adyacentes. Una multitud de voces desembocaba en la Avenida alegrando tristemente a los vendedores, que al pie de los árboles pregonaban ahora sus inútiles mercancías, aunque muy exóticas y de acabados perfectos.
La Avenida se abría ahora al mar más alto que el cielo, y sentí una desbordante felicidad al ver como la multitud que acampaba en los frondosos jardines, se entendían perfectamente hablando muchos idiomas desconocidos.
El sonido de una sirena atravesó taladrando todo, y me di cuenta de que los que parecían dormir, estaban muertos, y a nadie le inquietaba, todo lo contrario, mostraban una amable disposición y evitaban molestar los cadáveres, que por otro lado, permanecían armoniosamente ordenados entre las flores.
Me faltó el aire, la luz se volvió más espesa, era sutilmente líquida.
Una angustia insoportable me impelía a detenerme, y cuanto más empeño ponía en ello más veloz me dirigí hacia un azul de lapislazulis fundidos, amenazador azul salpicado de espuma dorada, que recortaba olas enormes, una galerna que bramaba y solo mis ojos percibían.
Pero el Mar se alejaba de la orilla, y la Avenida se elevaba como una cinta azabache, suavemente.
Muchachas encantadas de verme, o de ir al Mar, revoloteaban, planeaban, ahora rasantes, ahora desplomándose envueltas en risas, desnudas, sagradas, como si estuvieran dedicadas a adornar el cielo, o como oficiantes de una religión sin dioses.
Levanté la vista y un primoroso huerto alborozado recibió mis pasos muy amable, en una esquina bajo una frondosa parra, pámpanos preñados de racimos y un olor a mosto delicioso, reconocí a Oroza, a Walser, de pie y ausente, Pavese, y sentados en una piedras talladas por el viento en un lugar lejano, Cortazar y Blake, y entre una mata de pimientos recién pulidos, el bueno de Hazlitt.
Alegre por reconocerles, y al tiempo temeroso por si se les ocurría invitarme a beber el vino que vibraba sobre la mesa.
No parecían reconocerme. Y pasé tan feliz de largo.
Y el Mar, ahí, de piedra, una enorme esmeralda meciéndose sobre un horizonte incandescente.
Recordé al funambulista enamorado.
Una joven me sacó de la ciudad, una joven, cuyo rostro eran millones de rostros, todos hermosos, dulces, perversos, inocentes, trágicos, suplicantes, dominadores; desnuda como solo en sueños es posible, me llevaba cogido de la mano, de pronto en sus ojos, las montañas doloridas por la blancura de la nieve, y enormes llamaradas me espantaron cuando una durísima y negra oscuridad lo invadió todo desde sus ojos, desde su boca abierta como un cielo, y todo quedó anegado bajo el resplandor vertiginoso, como el Universo en sus orígenes.
Grité despavorido, succionado violentamente, desperté empapado, y confuso, a los pies de la cama, y el Mar, el Mar, siempre comenzando, lamiendo la penumbra, muy animado, y sin hacer el más mínimo ruido.
Sin duda alguna, era un náufrago.


Juan Carlos Valle “Karlotti” (Ferrol, Galiza, 1949). Nació la primera vez en Maside (Orense). Posteriormente renacería en tantas ocasiones como episodios iniciático.

Publicado por:Philos

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